JUSTICIA Y JUICIO PROPIO

Categoría de nivel principal o raíz: Estudios Bíblicos
posted by: R Guillen

JUSTICIA PROPIA Y JUICIO PROPIO

(RD.N°3)

“A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido”

(Lucas 18:9-14).

A pesar de la gran similitud gramatical que existe entre las expresiones “justicia propia” y “juicio propio”, se trata de conceptos diametralmente opuestos. Conceptos que nos hablan de dos estados morales muy distintos, y que, si se los contrasta uno frente al otro, expresan una abismal diferencia de condiciones de alma. Tanto la justicia propia como el juicio propio se relacionan con actividades de la vida interior, que están irreconciliablemente separadas en cuanto a su naturaleza, principios, origen y efectos en la condición espiritual del individuo. Suponen operaciones del alma que surgen de dos fuentes totalmente disímiles, de naturaleza y consecuencias decididamente diferentes. En tanto que la justicia propia es una característica del hombre en Adán, el juicio propio es una actividad del espíritu que surge como consecuencia de los ejercicios que el Espíritu Santo produce en la conciencia y el corazón.

Ningún pasaje de las Escrituras quizás sea tan apropiado para observar el abismal contraste entre la justicia propia y el juicio propio, como el que encontramos en Lucas 18:9-14. Nótese que el ejemplo del fariseo y el publicano que suben a orar al templo, tenía por objeto despertar la conciencia de aquellos orgullosos religiosos del tiempo del Señor, que se declaraban justos a sí mismos. Es decir, se trataba de aquellos que estaban llenos de su propia justicia. Estos “confiaban en sí mismos como justos”. Esta no es la justicia que Dios imputa al pecador sobre el fundamento de la obra de Cristo, sino la justicia que el hombre religioso se atribuye arbitrariamente a sí mismo. Se trata de una actividad que empieza en el hombre y termina en el hombre, a la vez que excluye de una manera definitiva a Dios. Es el hombre que se mira y considera a sí mismo, sin entrar en la presencia de Dios, y ello para atribuirse por sí mismo y a sí mismo una justicia que no tiene. Dios queda necesariamente excluido en esta actividad, pues Él nunca podría avalar tal justicia sino condenarla.

Insistamos en el hecho de que la justicia propia es algo absolutamente distinto a la justificación que es por el evangelio. Por el evangelio Dios imputa Su propia justicia al pecador que por la fe recibe a Jesucristo. Este acto por el cual Dios imputa y reviste de Su propia justicia al pecador arrepentido, se denomina justificación. Tema que está ampliamente desarrollado en la epístola a los Romanos. La gran necedad del hombre religioso, de ese hombre no regenerado pero que asume una apariencia de piedad, es atribuirse a sí mismo justicia; una justicia puramente ideal, artificial y falsa, que nada tiene que ver con la justicia de Dios. El hombre que se atribuye a sí mismo justicia, necesariamente debe dejar a Dios a un lado, pues Dios nunca aprueba el acto por el cual el hombre se declara justo a sí mismo. La operación del hombre religioso caído atribuyéndose justicia a sí mismo, no solo que excluye a Dios, sino que ingresa en el corrupto terreno en el que se pretende menoscabar y desacreditar a los semejantes por medio de comparaciones. Quien está lleno de justicia propia, se ocupa en difamar y descargar toda maledicencia en sus prójimos, a fin de hacer brillar esa artificial justicia atribuida por sí mismo a sí mismo. Menospreciar a otros es la primera y más distintiva obra de quien está lleno de justicia propia. Notemos cómo el fariseo necesitaba menospreciar al publicano para llenarse a sí mismo de su propia gloria. Aún más; notemos que el Señor dirige esta parábola a aquellos “que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros”.

Para entender con mayor precisión lo que es la justicia propia, tenemos que aprender que existe en cada uno de nosotros el viejo hombre, el hombre en Adán; y que ese viejo hombre en Adán suele asumir una engañosa forma religiosa. Se trata de esa actividad de la carne que toma ocasión de las cosas y asuntos divinos, como una forma de atribuirse mérito y gloria personal. En el fariseo de la parábola, tenemos un acabado calco de este hombre caído en Adán que asume esa inicua forma religiosa. Le vemos subir al templo a orar, le vemos ocupar un sitio en la casa de Dios, le vemos ayunar y dar los diezmos de todo. Toda su actividad profesa los asuntos de Dios sin tener comunión alguna con Dios; más con todo, esta profesión religiosa es el lugar que le resulta agradable y sublime, pues es justamente ahí donde puede satisfacerse a sí mismo atribuyéndose justicia en base a ciertas prácticas rituales y a través de la obediencia a determinadas ordenanzas. La iniquidad religiosa del hombre natural, justamente se relaciona con ese gozo que el hombre caído puede encontrar en los negocios de Dios, pero estando él mismo sin Dios. El tal puede gozarse artificialmente llenando su boca de un Dios al que no conoce ni con el que mantiene relación alguna. Cuando el nombre y persona del Señor vienen a ser la vil excusa por la cual el hombre religioso se atribuye gloria a sí mismo, podemos decir que estamos ante el uso más inicuo de su santo nombre. Invocar al Señor para satisfacer tan tremenda forma de orgullo e iniquidad, es sin duda alguna una manera camuflada de blasfemia.

El templo nos habla del lugar de la presencia de Dios; del lugar donde Dios es adorado y el hombre debe ocupar su sitio en humillación. ¡Qué contradicción! Era justamente allí donde el fariseo podía sentirse muy cómodo y exaltado, pues para él era el sitio donde la carne en su forma religiosa estaba a sus anchas y cosechaba toda su propia justicia. Y si bien este sitio podía complacer alta ente su espíritu religioso, la presencia de Dios no era de ninguna manera realizada. No era realizada, aunque sí profesada. El propósito de fariseo subiendo al templo para orar, podría parecernos noble y muy espiritual, ya que la oración justamente es una operación espiritual que nos conecta con Dios. Pero esa forma religiosa del hombre n Adán, viciada en la corrupción que le es propia no se avergüenza de echar mano a cualquier noble medio con el objeto de sacar de ello una ventaja para exaltar al propio yo. El hombre religioso, en su temeridad, no se conmueve de echar mano a los m dios más nobles y legítimos para embarrarlos, con tal de lograr su justicia propia; no teme sacrificar lo divinamente genuino par atribuirse la virtud que no tiene. Esta actitud y conducta genera absoluta insensibilidad de conciencia ante la presencia de Dios; es la absoluta insensibilidad de una conciencia cauterizada. La presencia de Dios no genera ninguna influencia moral, ningún ejercicio de conciencia, ningún sentimiento de pecado. Así, la conciencia termina completamente anulada y el corazón insensibilizado, de manera que, en su propia locura, el individuo llega a convencerse a sí mismo de un m rito que no posee, y atribuirse una justicia que jamás le pertenece. La actividad del hombre natural, en su aspecto religioso, es capaz de amordazar la conciencia a niveles insospechados, de modo que lo que deber a producir un ejercicio interior es absolutamente excluido. Ese orgullo que genera la propia justicia anula todo ejercicio de conciencia, toda posibilidad de que el Espíritu Santo redarguya el pecado presente. Este era el estado del fariseo en el templo.

El sentimiento de justicia propia genera un estado moral que vemos perfectamente dibujado en la conducta y palabras del fariseo. El fariseo oraba “puesto en pie”. La posición “puesto en pie” nos habla de que toda capacidad de humillación está ausente. Por más que el pecado con toda su corrupción esté burbujeando en su interior, ningún ejercicio de conciencia se produce, pues justamente el sentimiento de justicia propia ignora el propio pecado. Es tal la fascinación y el engaño que la justicia propia genera en los pensamientos, que no solo que el pecado es ignorado, sino que además el individuo se ve a sí mismo en una perfección que no tiene. Y si de alguna manera percibe no tenerla, busca la forma de acreditársela. Es tal la distancia moral que le separa de Dios, que ni siquiera la oración establece un vínculo con Él. El fariseo “oraba consigo mismo”. ¡Terrible cosa! Su oración era una actividad puramente humana, una operación carnal que se iniciaba y terminaba en él mismo, sin jamás pasar por Dios. El sentimiento de justicia propia hace del propio “yo”, el dios a quien se dirige la oración. Esa justicia que la misma persona se auto atribuye hace del propio “yo”, el dios adorado, el dios al cual todo culto y alabanza se dirige. El objeto del corazón viene a estar en sí mismo, y esto supone el inicuo engrandecimiento del “yo”. Cuando el objeto está fuera de mí y es distinto a mí mismo, yo puedo vaciarme de mí mismo. Cristo, nuestro objeto de fe en los cielos, no solo nos vacía de nosotros mismos, sino que a la vez se reproduce moralmente en nosotros (2Corintios 3:18). Cuando yo mismo vengo a ser mi propio objeto, no puedo sino llenarme de mí mismo y reproducir y alimentar en mí la imagen de ese soberbio hombre en Adán en su forma religiosa. Y para ello nada hay tan eficaz como ese sentimiento de justicia propia que surge de ese mismo hombre en Adán no juzgado. Orar consigo mismo supone un proceso puramente subjetivo en donde el perverso hombre en Adán alimenta al perverso hombre en Adán, sin salir fuera de sí ni tener relación alguna con Dios.

Como lo dijimos, una característica distintiva del sentimiento de justicia propia se pone en evidencia en la presencia de comparaciones con otros; comparaciones que no tienen otro objeto que enaltecer al que las hace. Compararse con otro al que se estima de inferior condición, es el método por el cual el corazón lleno de justicia propia se atribuye mérito a sí mismo. Así, leemos que el fariseo daba gracias a Dios porque no era como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como el publicano. Pero en tales comparaciones, el hombre es la medida del hombre. Para mejor precisar, la subjetividad de un hombre es la medida por la que se mide a otros en relación a sí mismo. Y este es un principio que excluye absolutamente a Dios. La justicia propia es un principio moral que jamás coloca al hombre frente a Dios, sino al hombre frente al hombre. Y lo hace para que el perverso corazón caído halle en comparación con el mal de los otros, un motivo de exaltación propia. El sentimiento de justicia propia conduce a despreciar a otros, a reparar siempre en los errores de otros, y ello a fin de obtener motivo para la propia exaltación.

Pero aún más. La justicia propia es también alimentada cuando se echa mano a la religión de las ordenanzas y formas rituales, porque ello permite la atribución de mérito y justicia por el cumplimiento de tales ordenanzas y prácticas. La práctica del ayuno y el desprendimiento de los diezmos, eran para el fariseo cosas de enorme valor y motivos para la propia exaltación. El hombre religioso echa mano a los preceptos, ritos, sacrificios y prácticas religiosas, y los engrandece a lo sumo o les atribuye un valor infinito, y ello con el objeto de aplicar mérito al “yo” por medio de tales cosas. La fórmula, el mandamiento y la ordenanza misma, vienen a ocupar el sitio de Dios. Pero vienen a ser un dios que glorifica al hombre en base a la observancia de tales cosas. La gloria del hombre a causa de la obediencia a preceptos, es una trampa muy común, en donde, con toda seguridad, podemos hallar atrapado al hombre religioso en Adán. Es bajo la sombra del frondoso árbol de los innumerables mandamientos, que le hallamos descansando en su propia gloria y en su propia justicia. Es tan inmensa la ceguera que produce la justicia propia, que las mismas ordenanzas que ponen en evidencia la incapacidad del hombre para obedecer, vienen a ser la ocasión de atribuirse a sí mismo por ellas, una engañosa y artificial gloria. “Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano”.

Si en la conducta del fariseo apreciamos con toda nitidez lo que es la justicia propia, en el publicano podemos ver la clara manifestación de lo que es el juicio propio. La posición del publicano, que vemos expresada en el “estando lejos”, nos habla de alguien que no pretende ningún lugar de privilegio ni grandeza delante de Dios. ¡Cuán insensible puede llegar a tornarse la conciencia del religioso hombre adámico, que aun en toda su corrupción pretende un sitio de honor y distinción delante del Dios santo! Tal es la pretensión que vemos en el fariseo. Por el contrario, en el publicano apreciamos una conciencia trabajada a la luz de la presencia de Dios, vemos un estado moral pronto a reconocer toda su propia indignidad como pecador. Su conciencia iluminada por la luz de la presencia divina, le conduce a su propio; y entonces reconoce la presencia del pecado en él mismo. La luz de Dios expone en él la presencia de pecado, y tal cosa de ninguna manera es ocultada o minimizada. Lo terrible de un corazón lleno de justicia propia es no ver el pecado cuando justamente anida allí. El hecho de que el publicano “no quería ni aun alzar los ojos al cielo”, nos indica cómo la santa presencia de Dios había sometido a profundos ejercicios su corazón y conciencia. Él no podía ser indiferente a esa presencia divina que ponía en evidencia su propio mal, y le conducía a confesarlo y juzgarlo.

El publicano “se golpeaba el pecho”. Él no era insensible; su pecado le causaba dolor en la presencia de Dios. Él era consciente de haber ofendido a su Dios, y ello le generaba dolor moral. Algo semejante encontramos en el Salmo 51, donde podemos apreciar a David atravesando profundos ejercicios morales a causa de su propio pecado. El juicio propio es esa actividad del espíritu en virtud de la cual, la misma persona viene delante de Dios para juzgarse a causa de su propio pecado. Es esa actividad que lejos de buscar la justificación del propio mal, este mal se expone y se condena con toda severidad ante la presencia de Dios. Mi propia conciencia iluminada y dirigida por la presencia divina, viene a ser el juez de mí mismo. Este es un juicio que yo mismo hago, pero el asunto lejos de excluir a Dios, lo introduce en la escena para juzgar mi mal conforme a toda la severidad que la santidad y justicia de Dios demandan. Yo mismo ejerzo y pronuncio el juicio, pero lo hago con una conciencia iluminada por la presencia de Dios y asistida por el poder y santidad del Espíritu Santo. En el juicio propio no es Dios quien me juzga sino yo mismo, pero lo hago en Su presencia y de acuerdo a Sus criterios. En tales condiciones, el pecado es pecado, y yo me juzgo como responsable del pecado al que mi voluntad misma se determinó. Yo soy el juez y yo soy el reo. Yo soy el juez de mí mismo, pero me juzgo según la luz de la santidad de Dios. Yo me juzgo no para lograr indulgencia sino para condenarme; para condenarme con toda severidad ante la presencia de Dios. Es esta una condenación que no supone otra pena que el profundo dolor de haber ofendido y deshonrado a mi Señor y Dios, cosa que viene como consecuencia de pesar mi propio pecado en la balanza de Dios. Es una condenación que me declara responsable de mi propio mal, y ello sin atenuantes y sin derivar la culpa a otro. David dice: “mis rebeliones”, “mi maldad”, “mi pecado”, “he pecado”, “he hecho lo malo delante de tus ojos” etc. (Salmo 51:1-4). El juicio propio es en realidad un “sacrificio por la culpa”, según las tipologías que nos presenta el libro de levíticos. No es el sacrificio por el pecado, pues el sacrificio por el pecado supone a Cristo satisfaciendo a Dios en lo que respecta al asunto del pecado. Decimos que es el sacrificio por la culpa, porque en él prima la idea de pesar y estimar la culpa y responsabilidad del pecador delante de Dios, y ello según los criterios de Dios.

El juicio propio es una cuestión entre mi persona y Dios; y no hay tercero posible en él. No es el tiempo en que yo pueda compararme con otros, ni es el momento en que pueda invocar a otro como copartícipe o instigador de mi propio mal. Notemos que en tanto que el fariseo buscaba compararse con otros para exaltarse a sí mismo, el publicano reducía la cuestión a él y Dios. No escuchamos que sus labios hablen de una tercera persona. El juicio propio jamás puede existir entre tres, pero tampoco en uno. Las palabras del publicano lo resumen todo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Si Dios no está presente, si Dios no es el sujeto necesariamente implicado, no puede haber juicio propio. Judas Iscariote se arrepintió de haber vendido al Señor. Él podía cambiar de parecer en cuanto a la traición cometida contra el Señor, su conciencia podía perseguirle causándole terribles acusaciones, más el arrepentimiento ante sí mismo no es juicio propio. Judas se suicidó porque para él la muerte era un bien con el que pretendía deshacerse de la terrible e implacable voz condenatoria de su conciencia; más nunca llevó el asunto ante Dios (Mateo 27:3-5). Él intentó resolver el asunto al nivel de lo puramente humano. Es a la luz de Dios que solo puede tener lugar el juicio propio. La propia conciencia no puede sustituir jamás la presencia de Dios. Por cierto, que la conciencia del creyente es iluminada por la presencia del Espíritu Santo, más debemos saber que la conciencia sola nunca es el recurso para juzgar mi propio mal de una manera que pueda esperar restauración de parte de Dios. Si fuese así, el juicio propio quedaría reducido a una actividad puramente humana. La Psicología y Psiquiatría hablan de la autocrítica o crítica de sí mismo, pero por buena que ésta sea, está sesgada por el hecho de excluir a Dios. ¿Qué cosa buena sacó Judas, el traidor, de su autocrítica? El juicio propio es una actividad propia del creyente, una actividad que usando de toda severidad contra sí mismo, a la vez espera toda misericordia de Dios. “Dios, sé propicio a mí, pecador” (ver también Salmo 51:1). Notemos qué interesante. Yo me juzgo a mí mismo con toda severidad a la vez que espero toda misericordia de parte de Dios. El juicio propio es el camino por el cual soy justificado condenándome a mí mismo. No es que el juicio propio me justifique, sino que es Dios el que en su gracia lo hace cuando yo me condeno a mí mismo. El juicio propio justifica a Dios cuando yo me condeno, más Dios me justifica a mí si yo me juzgo. El juicio propio termina con la declaración de mi propia culpa, con la condenación sin atenuantes de mí mismo; más donde el juicio propio termina, Dios comienza su obra restauradora. El publicano de ninguna manera se justificó a sí mismo, pero sí leemos que “descendió a su casa justificado”. Cuando el juicio de mí mismo excede a mi propia conciencia, cuando es realizado en la presencia de Dios, entonces Dios interviene en misericordia produciendo la restauración espiritual de los suyos.

Es posible que junto al pasaje que meditamos, el caso del Salmo 51 y del hijo pródigo (Lucas 15) sean los que con mayor claridad nos muestren lo que es el juicio propio. Este solemne Salmo de David, que compuso después de su pecado con Betsabé, nos presenta todos los grandes principios del juicio propio. Ante la presencia de Dios, David busca ser objeto de la misericordia divina. Él confiesa su pecado y reconoce que su pecado ha ofendido a Dios. Ningún tercero ni atenuante posible aparece en el asunto, sino solo él, su culpa y su Dios. A nadie difiere su propia responsabilidad y culpa. Él confiesa su propia rebelión, más sabe que solo podrá ser purificado y lavado de su maldad en virtud de la pura y soberana gracia de Dios.

Por el ejercicio del juicio propio yo me condeno a mí mismo a la vez que justifico a Dios (Job 40:8). Cuando el hombre no es capaz de juzgarse a sí mismo, de alguna manera está culpando a Dios a causa de su propio pecado. Después de la caída, Adán se resistió a juzgarse a sí mismo. Entonces levantó su dedo acusador contra Eva, e incluso reprochó a Dios a causa de la mujer que le dio. “La mujer que me disté por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Génesis 3:12). Si yo evito juzgarme a mí mismo, necesariamente condeno a Dios. Pero si me juzgo, honro y justifico a Dios. Esto es necesariamente así, pues la presencia del pecado indiscutiblemente habla de un responsable de ese pecado. Si yo me declaro responsable y culpable de mi pecado, estoy diciendo que el mal está en mí y no en Dios. Pero si yo no reconozco mi pecado, estoy haciendo a Dios culpable o responsable de él. Si todo pecado demanda un juicio sobre el autor del mismo, el hombre que evita el juicio propio está acusando a Dios de su propio pecado. Este es el gran principio que hallamos en el libro de Job cuando Dios le dice: “¿Me condenarás a mí para justificarte tú?” (Job 40:8).

En la vida del creyente el juicio propio tiene una importancia inmensa, pues no solo es el único camino por el que podemos restaurar la comunión con Dios, cuando hemos pecado, sino que además es también el único camino para huir de los juicios gubernamentales de Dios hacia los suyos. Un ejemplo concreto de esto lo tenemos en relación a los corintios. Muchos de ellos habían enfermado e incluso otros habían dormido a causa de participar indignamente de la Cena del Señor. Es en este contexto que leemos: “Mas si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados (por Dios)” (ver 1Corintios 11:27-32). No obstante, decimos que el verdadero móvil del juicio propio no ha de ser tanto evitar los juicios gubernamentales de Dios como buscar la restauración de la comunión. El creyente no es llamado a juzgarse a sí mismo por el solo hecho de evitar sobre su vida las consecuencias judiciales del gobierno de Dios, pues es el amor al Señor y la estimación del valor de la comunión e intimidad con Él, lo que constituye la más legítima razón para juzgarnos. Cuanto más yo ame a mi Señor y más me sepa amado de Él, más sabré apreciar la ofensa que mi pecado produce a su corazón, más sabré del valor de la comunión e intimidad con Él, y más valoraré la dulzura y gozo de estar en su presencia con una buena conciencia. Es el profundo sentimiento de su gracia lo que debe conducirme al juicio de mí mismo, y no el temor a sus juicios gubernamentales.

Es necesario saber que en mí mismo existe una natural resistencia al juicio propio. El viejo hombre en Adán siempre interfiere en el asunto tratando de apagar los ejercicios que me conducen a él. Es tan ofensivo a nuestro “yo” admitir la propia culpa, es tan grande el sentimiento de violación de la propia intimidad considerar nuestro fracaso y corrupción, y es tan incómoda y desagradable la experiencia subjetiva de sentir el peso de nuestro propio pecado, que naturalmente nos resistimos al juicio propio. Esto lo vemos invariablemente testificado a lo largo de toda la historia bíblica. Lo apreciamos en Adán, en Caín, en Jacob, en David, en Job, etc. Notemos qué inmensa resistencia presentó Job para deshacerse de su propia justicia y juzgarse a sí mismo. Él llegó a decir “mi justicia tengo asida y no la cederé; no me reprochará mi corazón en todos mis días” (Job 27:6). Mas después de grandes ejercicios de alma, dejó su propia justicia para juzgarse a sí mismo. Entonces dijo: “Me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:6). Es interesante también considerar el caso de David. Después de su triste caída, intentó ocultar su pecado con otro aún mayor. Así, de adulterio pasó a homicidio. Y todo ello dejando su conciencia sin trabajo alguno, sin juicio propio. Dios tuvo que enviar al profeta Natán para despertar la conciencia dormida de David, a fin de que juzgara su propio mal. Natán le presentó por medio de una alegoría, la conducta de un hombre rico que, con toda iniquidad y sin misericordia, abusó de la bondad de un hombre humilde. Encendido en ira, David juzgó la conducta abusiva y sanguinaria del rico con toda la severidad que el caso demandaba, ignorando que justamente ese rico de la historia era el fiel reflejo de su estado moral. Fue entonces que el profeta le dijo: “Tú eres aquel hombre” (ver 2Samuel capítulos 11 y 12). Y fue entonces que David comenzó la penosa tarea de reconocer su propio mal y juzgarse a sí mismo. El resultado de ello fue el solemne Salmo 51. Salmo que podríamos decir que es el Salmo del juicio propio, o el Salmo del sacrificio por la culpa.

¡Quiera el Señor darnos corazones dóciles y una conciencia sensible para ejercer de una manera permanente, el juicio sobre nosotros mismos!

Una aclaración final corresponde anotar. En realidad, la posición del cristiano no se reduce a la del publicano que bajó justificado del templo. El creyente de la actual dispensación está “en Cristo” (Efesios 2:6); posición sublime y de plena aceptación ante los ojos de Dios, que supera la justificación que un hombre podía obtener por juicio propio bajo el tiempo de la ley. Mas este no es nuestro tema ahora. No obstante, aclaramos que los privilegios cristianos van mucho más allá de lo que el publicano alcanzó por su juicio propio en la anterior dispensación.

R Guillen