SUBJETIVISMO
(RD.N°2)
¿En qué fundamento está apoyada mi experiencia cristiana y mi vida espiritual? ¿Cuál es la materia que cimienta y consolida mis relaciones con Cristo? ¿Cuál es el objeto de mi corazón, y cómo éste se expresa y determina mi marcha práctica? Sin duda alguna que estas cuestiones revisten solemne importancia para todo creyente, pues el fundamento que sostiene nuestra vida espiritual determina toda la naturaleza y fruto de la misma, y otorga contenido, carácter y dirección a la marcha práctica. Al desarrollar este tema, deseamos advertir que existe un principio nocivo e inicuo, una actividad del viejo hombre en Adán bajo su forma religiosa, que reduce la vida espiritual del cristiano al nivel de lo puramente humano, y a una experiencia esencialmente emocional o intelectual que desvincula el corazón respecto de Cristo. Nos referimos al subjetivismo religioso. Cuando mi vivencia espiritual pasa a prescindir del Cristo resucitado y sentado a la diestra del Padre, y de su divina Palabra, para reducirla a una exaltación puramente humana de mis emociones y pensamientos, y a una experiencia que comienza y termina en mí mismo, entonces estoy bajo la nefasta influencia, bajo el nocivo veneno y la marchitante operación del subjetivismo. Lo terriblemente engañoso del subjetivismo es que busca la complacencia del viejo hombre adámico tomando ocasión de las cosas del Señor, de su bendito Nombre, y aun de su Palabra, como elementos detrás de los cuales se oculta esa mísera operación del “yo”. Esa mísera operación del “yo” ocupándose consigo mismo, y que reduce la experiencia espiritual a lo que mi persona puede percibir, pensar o sentir.
La vivencia sobre la cual Elifaz basaba su experiencia espiritual, y con ello su pretendida autoridad para reprender a Job, caracteriza con toda claridad lo que es el subjetivismo. Él dice: “En imaginaciones de visiones nocturnas, cuando el sueño cae sobre los hombres, me sobrevino un espanto y un temblor, que estremeció todos mis huesos; y al pasar un espíritu por delante de mí, hizo que se erizara el pelo de mi cuerpo. Paróse delante de mis ojos un fantasma, cuyo rostro yo no conocí, y quedo, oí que decía: ¿Será el hombre más justo que Dios? ¿Será el varón más limpio que el que lo hizo?” (Job 4:13-17).
No cuestionamos el hecho de que en la antigüedad Dios habló de muchas maneras a los hombres; pero el asunto que ahora nos ocupa no es la forma en que Dios habla, sino cómo su verdad revelada es asimilada y vivida en nosotros. El mal del subjetivismo es acreditar la verdad en base a la vivencia emocional o interior que el individuo puede experimentar en sí mismo. El subjetivismo es un principio contaminante que enturbia la autoridad que la Palabra de Dios posee en sí misma como algo absolutamente independiente de mí. Independiente de mis propios sentimientos y pensamientos. Si yo solo acredito autoridad a la divina Palabra porque ella ha producido una vivencia interior en mí, bien podría negarla si tal vivencia no está presente. ¿Podría yo decir como creyente, que no acredito verdad a la revelación divina que tenemos en la Palabra por el hecho que ella no genere en mí una experiencia emotiva, o un desborde de sentimientos, o una experiencia subjetiva intensa? La Palabra de Dios tiene absoluta autoridad no porque mi vida subjetiva lo acredite, sino porque Dios es Aquel que la ha dado. Mi experiencia subjetiva no agrega ni quita nada a la verdad revelada de Dios. Estrictamente hablando, el mal de Elifaz no está tanto en la enseñanza que presenta a Job sino en esa experiencia subjetiva con la que él pretende acreditar la verdad que decía haber recibido, y por ella justificar su autoridad para enseñar a otros. Él, colocaba la visión nocturna, el espanto, el estremecimiento, el erizar del pelo, como los elementos que garantizaban la verdad que pretendía poseer. Notemos que él dice que el asunto le era oculto hasta tanto esa experiencia le sobrevino (Job 4:12). Justamente, el mal del subjetivismo es hacernos caer en la trampa de basar nuestra vida espiritual en nosotros mismos, en nuestros sentimientos, en nuestros pensamientos. El subjetivismo religioso nos hace quitar los ojos de Cristo para mirarnos y ocuparnos de nosotros mismos. Nos hace quitar los ojos de Cristo y de su Palabra, para ocuparnos de nuestros sentimientos y experiencias interiores. Y sin ninguna duda, para un creyente la peor de las ocupaciones es ocuparse de sí mismo. Si yo me ocupo de mí mismo, no me ocupo de Cristo. Si me ocupo de Cristo, me vacío de mí mismo. Uno de los engaños más grandes de Satanás es hacernos centrar la atención en nosotros mismos, en nuestros sentimientos y pensamientos, y no en Cristo. El subjetivismo cambia el objeto del corazón. Deja a un lado a Cristo para que nos ocupemos de nosotros mismos, de nuestra vivencia y experiencia interior. Y aún más, pues la engañosa actividad del viejo hombre en su forma religiosa, puede utilizar los asuntos de Cristo y a Cristo mismo, como un medio de encontrar la autosatisfacción y la propia exaltación de las emociones y pensamientos. En definitiva, se trata de un círculo perverso e inicuo que empieza y termina en el gozo de sí mismo en sí mismo, como si eso fuese algo muy espiritual; cuando en realidad, no es otra cosa que la gloria del mísero y arruinado hombre en Adán.
De una manera especial, la epístola a los Filipenses nos presenta un objeto y blanco divino fuera de nosotros: Cristo. Un objeto divino que supera mi subjetividad, un objeto divino que trasciende lo que es puramente humano, un objeto divino que está fuera de mí, un objeto divino que supera y deja a un lado al “yo”. El Cristo exaltado a la diestra del Padre es mi objeto y mi blanco; un objeto y blanco divino que está fuera de mí, y al cual, en un sentido práctico, prosigo adelante para alcanzarlo. “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:12-14). El llamamiento divino nos pone en conexión directa con Cristo en los cielos, y esto me vacía de mí mismo. Cuando yo tengo ante mí un objeto divino y toda mi energía es invertida en poseer ese objeto, mi vida subjetiva como materia de mi ocupación, queda completamente relegada a un segundo plano. Es Cristo como el objeto divino fuera de mí, sentado a la diestra de Dios, lo que determina y funda mi marcha y experiencia cristiana; y no los sentimientos, pensamientos y experiencias de mi subjetividad. Al decir esto, no ignoramos que haya en nosotros una transformación interior, pues en la medida que ese objeto divino es disfrutado y poseído por la fe, genera a la vez una transformación moral que nos hace semejantes a Él. Esto es lo que Pablo enseña cuando dice: “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Filipenses 3:10). No se trata aquí de ese conocimiento inicial que caracteriza el comienzo de la vida cristiana, sino de ese conocimiento progresivo de Cristo que transforma mi ser moral a su semejanza. Mi experiencia cristiana se asocia e identifica en una forma creciente y progresiva con Cristo, de modo que todo lo que es de Él se reproduce en mí mismo. La verdadera y fructífera transformación interior no está en la ocupación que yo pueda hacer de mí mismo, sino en mi ocupación con Cristo, mi ocupación con ese blanco y persona divina fuera de mí en los cielos. No es ocupándome de mí mismo lo que me permite adquirir semejanza moral a Cristo, sino ocupándome de Cristo mismo. Esta verdad queda sobre todo expuesta en 1Juan 3:2-3: “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro”. Ya somos hijos de Dios, hemos recibido la adopción, más ante este mundo aún no se ha manifestado de una manera visible, lo que somos en Cristo. Aquí nuestra esperanza está en relación a la manifestación de Cristo a este mundo, y en tal sentido, todas nuestras expectativas están en Él. Aguardamos nuestra manifestación asociados a Él, mas esta esperanza genera en nosotros una transformación moral, una santificación progresiva, pues el “que tiene esta esperanza se purifica a sí mismo”. No es ocupándonos de nosotros mismos que nos santificamos, sino colocando y focalizando toda nuestra esperanza y actividad del alma en la venida del Señor. Y tal santificación progresiva, tiene por medida la propia santidad de Cristo, pues leemos que el “que tiene esta esperanza se purifica a sí mismo, así como él es puro”. Notemos entonces que nuestro crecimiento espiritual no se funda en el subjetivismo, sino en dirigir las operaciones de nuestras facultades fuera de nosotros, hacia Cristo. El Espíritu Santo siempre nos dirige a esto. Siempre pone ante nosotros a Cristo, pues Él es el objeto del alma, el objeto que nos transforma a su semejanza. No soy llamado a hacer de mí mismo, de mis pensamientos y de mis emociones, el centro y materia de mi vida espiritual. El subjetivismo siempre me dirige a eso, siempre lleva mi mirada hacia mí mismo. Y esto no es otra cosa que una operación de la carne religiosa. Yo podría pretender reducir a Cristo a una vivencia subjetiva, mas todo quedaría al nivel del hombre y de los pensamientos y las emociones del hombre. Cristo es la persona divina que espero de los cielos, y eso me vacía de mí mismo a la vez que me santifica según la medida de lo que Él es. No estamos diciendo que debamos negar nuestra vida interior o que debamos despojarnos de nuestros sentimientos. Nada de eso. Lo que queremos decir es que no son estas cosas la materia que funda nuestra vida espiritual. Por más que tengamos nuestra propia experiencia subjetiva, ella no es la regla de la vida del cristiano. Es Cristo mismo la fuente de toda nuestra experiencia espiritual, el objeto celestial y el sujeto de mis relaciones.
El subjetivismo siempre va de la mano del orgullo y la superstición. A menudo vemos al “yo” asirse a medios artificiales que buscan la propia exaltación. Cuando Naamán vino a Eliseo para ser sanado, este general sirio se enojó pues se decía para sí mismo: “Saldrá él luego, y estando en pie invocará el nombre de Jehová su Dios, y alzará su mano y tocará el lugar, y sanará la lepra” (2Reyes 5:11). Naamán fue totalmente frustrado en cuanto a la experiencia de invocación, imposición de manos y sanidad que había ideado en sus propios pensamientos. El profeta simplemente le envió a lavarse siete veces en el Jordán, y esto hería su orgullo nacional hasta el polvo, pues pensaba que Abana y Farfar, los ríos de su patria, eran mucho mejores. Aquí aprendemos con toda claridad, cómo la simple obediencia a la Palabra de Dios, la humilde aceptación y reconocimiento de su autoridad soberana sobre nosotros, es más que toda la experiencia subjetiva y ostentación que el hombre puede suponer o hacer. La frustración de Naamán encontraba su fuente en lo que su propia subjetividad imaginaba, y no en lo que la divina instrucción le indicaba. Muchos creyentes, tristemente, consideran que el poder de Dios se manifiesta de acuerdo a lo que sus pobres pensamientos imaginan que debería ser; y llegan a tal punto, que se engañan a sí mismos acreditando como grandes experiencias espirituales del poder de Dios, cosas que solo están en la subjetividad de sus pensamientos y emociones. Nada hay como someter nuestra conciencia a la autoridad de la Palabra de Dios, y mirar por fe a ese Señor y Salvador que esperamos de los cielos. No es en nuestra vida interior que hallaremos la verdad sino en la Palabra revelada de Dios. “La suma de tu palabra es verdad” (Salmo 119:160).
R Guillen