EL CRISTIANISMO, LA CRISTIANDAD, EL CRISTO
“Un Cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos. Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Efesios 4:47).
No es poca la confusión que existe entre los mismos cristianos, para diferenciar lo que es el cristianismo en sus principios más puros, característicos y esenciales, respecto de lo que es la cristiandad como profesión y confesión exterior de estos principios; y estas cosas a su vez, suelen ser confundidas con lo que es “el Cristo”, el Cuerpo de Cristo, o la Iglesia misma conforme el misterio revelado a Pablo. La ausencia de principios claros en cuanto a estos temas, que nos ayuden a establecer las diferencias entre lo que es el cristianismo, lo que es la cristiandad profesante, y lo que es la Iglesia misma como el Cuerpo de Cristo, nos mueve en esta oportunidad abordar la cuestión confiando y contando con la preciosa guía del Señor.
Comenzaremos definiendo lo que es el cristianismo por sus principios esenciales, que determinan su carácter y naturaleza, tratando de ponerlo en contraste con lo que justamente no es. Y en este sentido, podríamos decir en primer lugar y antes que nada, que el cristianismo se funda en Cristo mismo, en su persona y en su obra. Y al decir esto, inmediatamente hay que considerar entonces, hechos, principios y verdades divinas que establecen y constituyen su fundamento, comprometiendo en ello los vínculos característicos de un cristiano con su Señor y con su Dios. Por su parte, la cristiandad se ubica en otro terreno. No son los bienes mismos que están ligados esencialmente a Cristo, no son esos hechos, principios y verdades en sí mismos, sino la profesión exterior de todo ello; y en especial, la confesión del nombre de Cristo ante el mundo. Y por lo tanto, necesariamente pertenece y se ubica en una esfera exterior y mucho más amplia. La profesión siempre supone una esfera de mayores proporciones, pues no es la misma realidad de lo que se posee sino de lo que se dice y pretende poseer; no es la misma realidad de lo que se es, sino de lo que se dice y confiesa ser. En fin, es lo que se dice ser y tener. En tanto que la Iglesia, o el misterio del Cuerpo, o “el Cristo”, es cosa que responde a los eternos consejos de Dios que son revelados al apóstol Pablo, y que tienen que ver directamente con la redención y su fruto, con la unidad eterna de los creyentes con Cristo, la Cabeza de ese Cuerpo. No dudamos que muchos creyentes ya tengan en claro estas diferencias que estamos apuntando, pero nos parece necesario insistir en ellas, pues un gran número de hermanos en Cristo se mantienen confusos en cuanto al tema. Y es de fundamental importancia tenerlo en claro, por cuanto nos ubica correctamente en el terreno que como creyentes hemos de asumir ante una cristiandad ruinosa y corrompida, manteniendo a la vez todo el vigor, seguridad y clara conciencia de los principios y bienes propios del cristianismo, y acreditando con toda consistencia las verdades no visibles que jamás entran en ruina, y en las cuales la fe puede descansar en toda su certeza.
EL CRISTIANISMO
“Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1Juan 1:13).
“E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: (Dios) fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1Timoteo 3:16).
“En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo...” (1Juan 4:23).
Al abordar el asunto de lo que es el cristianismo, debemos decir en primer lugar, que el pensamiento y la estimación que en general posee el hombre o la religión en cuanto al mismo, demuestra justamente lo que el cristianismo no es. Y decimos esto, pues se lo concibe como una religión monoteísta basada en las enseñanzas de Jesucristo; o se lo define como el conjunto de las personas que profesan tales enseñanzas; o como un conjunto de creencias y dogmas que le son propios. Pero partimos de la base de que el cristianismo no es una religión; no es una estructura basada en ritos de acercamiento a Dios, ni un santuario o sede central de culto, ni un conjunto de dogmas de hierro, ni un sistema de moral, y menos aún una pirámide de jerarquía clerical. Todo esto debe quedar completamente a un lado, pues el cristianismo supone lo que surge con Cristo mismo y su obra, generando una determinada naturaleza de vínculos con Dios, comprometiendo solemnes verdades divinas que lo definen, y estableciendo una piedad y vocación que le da carácter. Y todo esto, en viva oposición con cualquier forma de religión con sus propios dogmas y ritos. Como veremos, el cristianismo es en realidad lo que se desprende directamente de la persona de Cristo y su obra, lo cual establece el fundamento de relaciones y bienes divinos que acreditan su contenido y su verdad; pero de ninguna manera es un sistema de religión. Es la cristiandad ruinosa de hoy con todos sus desvíos, lo que ha pretendido hacer del cristianismo una religión más. Pero justamente, pretender hacer del cristianismo una religión más es llevarlo al terreno de la falacia y el error; pues si una religión se define como la profesión de ciertas creencias y prácticas de una amplia sección de la humanidad, el cristianismo se define por lo que es Cristo y lo que tenemos en Cristo. Y al llegar aquí, comenzamos hacer diferencias, pues una cosa es lo que se tiene y otra muy distinta lo que se dice tener; una cosa es tener a Cristo y todo lo que ello supone, y otra muy distinta, es profesar a Cristo como una religión. Con todo, hay una correcta profesión que de ninguna manera negamos, pues cada cristiano ha de confesar el nombre del Cristo que posee, así como también testificar lo que en Él posee. El cristianismo es en sí los bienes y verdades que tenemos en virtud de Cristo y su obra, en tanto que la cristiandad, es la profesión de estas cosas. No negamos la importancia de la profesión, pero lo que hacemos es distinguirla de lo que es el cristianismo en sí, el cristianismo como los mismos principios divinos que nos atan personalmente a Cristo y sus bienes.
Por otro lado, a fin de aclarar lo que es el cristianismo, es necesario hacer una importante distinción frente al judaísmo. Diremos que el judaísmo contenía mucho acerca del Cristo sin ser el cristianismo. Y nos atrevemos a decir, que el centro mismo del judaísmo es Cristo, pero Él como el Mesías, el Ungido; y a pesar de tenerlo como centro de todas sus esperanzas, sin embargo para nada es cristianismo; y esto, aún cuando el cristianismo también tenga al Señor, al Hijo de Dios, como su centro divino. Israel sí recibió de Dios un sistema de religión, con su santuario, su sacerdocio, sus ritos, sus sacrificios, sus preceptos y mandamientos; y a la vez, fue el depositario de todas las promesas mesiánicas, especialmente referidas al Cristo que había de Reinar y restaurar y bendecir a la nación hebrea. Y aún, el judaísmo contiene las profecías acerca de su rechazo y sufrimientos (Isaías 53; Salmo 22; etc.), pero pese a ello, todo lo que el judaísmo tiene acerca del Cristo, no lo hace para nada cristianismo, pues Israel esperaba un Cristo bajo la condición mesiánica, conforme a sus esperanzas nacionales de vindicación y bendición. Y cuando por fin el Cristo vino, le rechazaron y crucificaron. Todo lo que el judaísmo tiene del Cristo no es cristianismo, sino que solo tiene de Cristo las profecías, las esperanzas mesiánicas ligadas esencialmente a las promesas hechas a Israel, y la culpa de haber despreciado y matado a su Mesías. Contar con las Escrituras del antiguo tiempo, que tenían por centro al Cristo, y esperar al Cristo en relación a la vocación judaica, definitivamente no es cristianismo. De otra manera, el cristianismo habría empezado con Abraham, con Moisés, o con David, o con los profetas que anunciaron al Cristo. El cristianismo se define como algo completamente nuevo y en separación con el judaísmo, partiendo de un evento esencial e irrepetible: la encarnación del Verbo, y unido a ello, el desprecio que los suyos (los judíos) protagonizaron cuando tal magno acontecimiento se observó (Juan 1:11; Mateo 2:13). “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). “Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). Aquí entramos en el terreno propio que define al cristianismo, la manifestación de la vida divina, de la vida eterna, en la persona de Jesucristo. El cristianismo comienza con este sublime acontecimiento, y no con todo lo que un judío podía conocer acerca de las profecías que anunciaban al Cristo o el Mesías, y acerca de su vocación en cuanto a ello. El cristianismo surge como el testimonio apostólico de ese Verbo de vida en humanidad, expresado en plena gracia para con los hombres, totalmente accesible a ellos; visto, oído, palpado. “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1Juan 1:13).
El principio del cristianismo, como aquello que le funda y da todo sentido y contenido, es la encarnación misma del Verbo. Este es el principio que llena el ser moral de la verdadera piedad que es según Dios (1Timoteo 3:16). El cristianismo parte de aquí; y como veremos, esto ya determina el comienzo del terreno mismo que le da su propio contenido y carácter. No es el conocimiento del Cristo anunciado por las profecías a los judíos, sino que es el conocimiento directo de ese Verbo encarnado, de ese Hijo unigénito, fuente de toda gracia y verdad; es el conocimiento de ese Hijo como la manifestación misma de la vida eterna. Es todas estas cosas como el fundamento que supuso un cambio radical en los tratos de Dios con los hombres, sacándolos completamente del terreno de la ley mosaica, para establecer nuevas relaciones que son en gracia y la verdad. El Señor no vino a dar una nueva ley, ni a renovar otra vez el pacto mil veces roto a través de la toda historia del judaísmo, sino que vino como la expresión misma de la gracia y la verdad; como algo que está en absoluto contraste con la ley de Moisés y todos los tratos de Dios con el hombre en el marco de la tal (Juan 1:17). La ley, los Salmos y los Profetas indudablemente hablaron de Cristo, y tuvieron a Cristo por centro, pero sin ser cristianismo, pues como hemos dicho, el cristianismo parte de la manifestación misma de ese Verbo encarnado en plenitud de gracia, y plena y universalmente accesible a la fe.
Nos adelantamos un poco, para dar sentido a todo esto que venimos desarrollando, y decir que estamos convencidos que son tres verdades fundamentales las que definen el cristianismo, dándole su propio carácter, contenido y naturaleza, frente a todo lo que no lo es; tres verdades de las que se desprenden todos los demás principios que le otorgan su más nítido y definido perfil. El primer gran asunto, es la encarnación del Verbo; luego, tenemos la cruz, la consumación de la redención; y por último, la posición celestial del Cristo resucitado y ascendido a los cielos. Estos tres hechos que involucran la persona de Cristo, son a la vez los tres solemnes pilares que sostienen toda la verdad y la vocación cristiana, y comprometen todos bienes divinos y relaciones divinas que son propios de cada cristiano. Al escudriñar las Escrituras apostólicas, podremos advertir que toda otra verdad, doctrina, bien y bendición del creyente, penden y se relacionan con estas tres cosas. Es por eso que no procederemos a dar una interminable enumeración de principios y características del cristianismo, las cuales no ignoramos que posee, sino que partimos de estos tres hechos que tienen por centro a la persona del Hijo de Dios y su obra, y que sin duda constituyen la fuente misma que riega y sostiene todo lo que es el cristianismo. Y al llegar aquí, debemos decir que lo que es el cristianismo no se define por lo que el hombre es, sino por lo que Cristo es y lo que Él ha hecho. En el judaísmo, la ley probó lo que el hombre es, y se definió esencialmente por lo que Dios esperaba que el mortal fuese. Por el contrario, en el cristianismo, Dios manifestó, en su Hijo, lo que Él mismo es y pudo hacer por el hombre (Juan 1:18; 14:9).
Es Jesucristo, es la persona misma del Hijo de Dios, la que otorga la esencia y el principio de lo que es el cristianismo. Y por eso, al partir del magno hecho de su encarnación, tenemos varios principios que lo definen justamente por este acontecer sin precedentes en toda la historia de la humanidad. La encarnación de Verbo trajo como consecuencia directa, la revelación de algo completamente nuevo, nunca antes conocido, o al menos no conocido con claridad, o no conocido como una revelación propia y fundacional que define al cristianismo en viva oposición con el judaísmo y con toda otra forma de religión: la filialidad en la Deidad. En el cristianismo tenemos un Dios que es el Padre del Hijo, y un Hijo que reside eternamente en su seno; tenemos que el Padre ha enviado al Hijo, y que el Hijo es la perfecta expresión y revelación de lo que es el Padre. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). “Este es anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene también al Padre” (1Juan 2:22-23). “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1Juan 1:3). Etc. La filialidad en la Deidad, es el gran principio que da carácter al cristianismo frente al judaísmo, el cual se relacionó con Jehová, su Dios nacional. Pero demos un paso adelante, para notar que en el cristianismo no solo hablamos de la filialidad en la Deidad, sino también de la filialidad divina en los creyentes. Cada cristiano es un hijo de Dios por la fe. “A lo suyos vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:11-13). “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios...” (1Juan 3:1; ver también Romanos 8:15-16; Gálatas 4:6; Efesios 1:5). El desprecio judaico hacia su Cristo, tuvo que ver con la instauración de una familia divina fuera de él, donde la filialidad es el vínculo distintivo y característico. La filialidad divina en la Deidad y respecto de los redimidos, es un principio que da carácter distintivo y único al cristianismo, y no compartible con ninguna otra forma de religión, filosofía o moral.
La encarnación del Verbo, el magno hecho y verdad que funda el cristianismo, supone de sí tres grandes verdades. La revelación de la filialidad en la Deidad, y la perfecta revelación de lo que Dios mismo es, en y por su Hijo, por un lado; la venida y el establecimiento de la gracia, por otro; y la manifestación de la misma vida divina, de la vida eterna, puesta a la entera disposición del hombre de fe. Estas tres cuestiones se relacionan directamente con la encarnación. Ese Dios que se ha revelado en filialidad, es el Dios que se ha dado a conocer plenamente en su Hijo. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:79). A partir de esto, tenemos un cambio radical en las relaciones de Dios con el hombre. Ya no hallamos, como en el judaísmo, un Dios que se vincula con su pueblo por un mediador, por un sistema de ordenanzas y su ritual, sino un Dios venido en plenitud de gracia, plenamente accesible al hombre. El Verbo hecho carne es la perfecta expresión de la gracia y la verdad de Dios. “La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). No solo que Dios se reveló a sí mismo en el Hijo, sino que ese Dios se hizo en el Hijo plenamente accesible a los hombres, como siendo la fuente eterna de todo bien espiritual. Jesucristo como la Verdad, es la perfecta expresión de lo que es Dios, es la perfecta correspondencia entre lo que Dios es y lo ese Dios da a conocer de sí mismo; pero como gracia, es la fuente imperecedera de los bienes y bendiciones divinas puestas a entera disposición del hombre; y es, a la vez, ese trato que da y concede soberana y gratuitamente al hombre, aquello que él nunca podría conseguir por obediencia. Es Dios viniendo a él, conforme lo que Dios mismo es y no conforme lo que el hombre es; es Dios viniendo a él en gracia, y no el hombre pretendiendo acercarse a Él por ordenanzas o un ritual (Hebreos 12:18-24). La encarnación tiene que ver directamente con estas dos cosas que mencionamos, pues el Hijo humanado no solo es la plenitud de la revelación del Padre, sino también la misma y más pura expresión de la gracia de Dios viniendo a favor del hombre. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Juan 1:16).
Aún otra cosa va unida directamente al asunto de la encarnación del Verbo, que hemos ya mencionado. El Verbo encarnado es el Verbo de vida; la vasija y fuente misma de la vida eterna, de esa vida divina increada que siempre estuvo en Él (Juan 1:4); pero ahora así manifestada, por la encarnación, viene a ser dada a los que por la fe reciben al Hijo. “Porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó” (1Juan 1:2). “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1Juan 5:11-12). La vida manifestada es la vida eterna dada y poseída en el Hijo. Tenemos vida eterna en el Hijo.
Pasemos ahora al otro gran principio que define al cristianismo frente a todo lo que no lo es: la redención. La encarnación del Verbo supuso que primeramente Él vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Él fue despreciado, y ello trajo como consecuencia, la cruz. No hay cristianismo sin cruz. El Cristo rechazado por el judaísmo, viene a ser el Salvador, el Redentor, el Señor de los cristianos. El rechazo judío de su Cristo, deja atrás toda relación mesiánica para establecer algo nuevo en un ámbito nuevo, que tiene que ver directamente con los bienes que surgen de la muerte y resurrección del Señor. La cruz aparece entonces, como el gran centro de todos pensamientos, consejos y designios divinos previstos desde la eternidad, pues en ella, un cristiano tiene asegurado todos los bienes divinos que Dios ha dispuesto darle en Cristo (Efesios 1). Somos plenamente conscientes de que, finalmente, los efectos de la cruz van mucho más allá de los cristianos; mas ahora, nosotros solo repararemos en los que se relacionan con el lugar y la posición propiamente cristiana. En nuestro propio terreno cristiano, la cruz es la expresión más perfecta del amor y la gracia de Dios; por no decir, el clímax más intenso de la manifestación de estas cosas (Juan 3:16; 1Juan 4:9-10). La sangre de Jesucristo, es el poder y la eficacia eterna que limpia todos los pecados, y nos ha introducido en la luz, en esa luz que Dios mismo es y en la que está. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1Juan 1:7). “En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7). El perdón de los pecados es la respuesta divina en gracia, conforme a nuestra necesidad como pecadores culpables, por un lado; y conforme las exigencias de vindicación de la santidad de Dios, por otro. Todo ello, pende de la eficacia eterna de la sangre de Jesucristo. La sangre del Señor, la obra de la cruz, la redención, responde en dos direcciones: en cuanto a Dios mismo, la sangre vindica la santidad y justicia divina, de modo que Él puede imputar su justicia, su propia justicia a los que se encuentran bajo sus beneficios. No es por la justicia de la ley que el hombre es justificado, sino por la justicia de Dios imputada a la fe en Jesucristo (Romanos 3:21-22; Gálatas 3:6-14). “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciatorio por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia... con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:24-26). El cristiano adquiere entonces el lugar y la posición de un justo delante de su Dios; un justo por justificación divina, un justo revestido de la misma justicia y perfección del Dios que la atribuye a la fe en Jesucristo. La obra de la redención, la consumación de los sufrimientos expiatorios de Cristo en la cruz, su sangre preciosa derramada (Juan 19:30,34), coloca al creyente bajo los beneficios propios del terreno cristiano: sus pecados son perdonados, ha sido justificado (le ha sido imputada la justicia misma de Dios), y posee franca entrada a la presencia de Dios. “Teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo” (Hebreos 10:19). La sangre entró en su perpetua eficacia a la misma presencia de Dios en los cielos, dando crédito de eterna redención cumplida. Cristo, “por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:12). De modo que podemos decir, que el segundo pilar del cristianismo, que lo define en sus principios y carácter, es la eficacia de la cruz. La sangre ha respondido completamente a la necesidad del pecador, y le ha otorgado aún nuevos privilegios que el hombre en inocencia no tenía. La cruz deja a un lado y derriba completamente toda otra forma de sacrificio, ritual, sacerdocio, y acercamiento a Dios que era según la vieja economía; a la vez que consuma los designios eternos de la gracia de Dios previstos para los suyos (Efesios 1). En la cruz, el cielo se abre de par en par al redimido por toda una eternidad; por la cruz el Lugar Santísimo es la morada doméstica de cada creyente.
Otro aspecto que se relaciona con la cruz, marcando el carácter mismo del cristianismo, supone la muerte posicional del viejo hombre adámico. Si todo sistema de religión y moral pretende el mejoramiento progresivo del hombre caído, el cristianismo parte del desconocimiento absoluto de que en tal hombre pueda haber alguna virtud para con Dios. El cristianismo en verdad, deja a un lado la historia del hombre en Adán, y todo lo que éste pudo ser y hacer bajo la ley, pues dio sobradas muestras de su propia e inmejorable ruina. A la vez, Cristo, aparece como cabeza de una nueva raza que nada tiene que ver con Adán (Romanos 5:12-21). La cruz es la muerte del viejo hombre; en el terreno propiamente cristiano, ningún lugar se halla para él ni se reconoce para él. La historia del hombre en Adán termina en la cruz, y el cristianismo no reconoce otro vínculo sino con el Nuevo Hombre, pues hemos muerto al pecado (la vieja naturaleza: Romanos 6:2). “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido... Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (Romanos 6:67). “En Él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminosos carnal, en la circuncisión de Cristo” (Colosenses 2:11).
Podemos concluir este punto referido a la cruz, diciendo, que el valor del sacrificio de la cruz introduce al cristiano en el terreno de la comunión de la sangre de Jesucristo (1Corintios 10:16); y esto de sí, supone estar bajo todos sus eternos beneficios. Entre los cuales tenemos cuatro muy solemnes: sus pecados están eternamente perdonados, la justicia divina le ha sido imputada, su viejo hombre ha muerto en la cruz, y posee pleno y franco acceso a la presencia de Dios. El cristianismo no requiere de ritos o ceremonias de acercamiento a Dios, porque ya ha sido llevado dentro del velo roto en virtud de la sangre de Jesucristo. La eficacia del sacrificio de Cristo, quitando los pecados, nos da franca entrada a la presencia de Dios. “Donde hay remisión de éstos (pecados), no hay más ofrenda por el pecado. Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo... acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe...” (ver Hebreos 10:18-22). Otro gran asunto hay en este terreno, que hemos mencionado superficialmente, pero que confirmamos en toda su importancia: la cruz, la redención consumada en ella, es justamente el centro del cumplimiento de todos los consejos eternos de Dios que suponen la elección y predestinación de los salvos (Efesios 1:3-14). Todos los bienes divinos dispuestos desde la eternidad para con los elegidos, alcanzan su realidad y cumplimiento efectivo en la cruz.
Llegamos ahora, al tercer aspecto que define otro principio propio y característico del cristianismo: la resurrección y ascensión de Cristo a los cielos, como el fundamento de la posición celestial y de la vocación igualmente celestial del cristiano. Y sin duda que debemos decir al llegar aquí, que esto es lo que termina dando al cristianismo su perfil y carácter tan especial, definiéndolo como algo enteramente del cielo. El Cristo que ha consumado la redención y se ha sentado a la diestra de Dios en los cielos, da fundamento y determina dos grandes asuntos: la posición celestial del creyente, por un lado; y el objeto celeste de la experiencia cristiana así como la vocación celeste que le es distintiva, por otro. Es decir, que Cristo en los cielos, hace tanto a la posición cristiana característica así como a la experiencia cristiana temporal y su vocación puramente celestial. Veamos un poco estos asuntos. “Estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con Él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales en Cristo Jesús” (Efesios 2:5-6). Esto es lo que definimos como la posición celestial del creyente, su posición “en Cristo”, en Cristo sentado en los lugares celestiales. En este sentido, cada redimido está donde Cristo está, independientemente de su experiencia aquí abajo, pues se trata de su asociación eterna a Él en virtud de la redención. Se trata de un concepto abstracto, quizás algo difícil de entender en un primer momento, mas es necesario tener presente que Dios nos ve y nos considera asociados a Cristo en su muerte, en su resurrección, y sentados en Él en los lugares celestiales. No es una cuestión de experiencia; no es asunto que dependa de lo que pienso, siento, hago, deseo, etc; sino que es la posición a la que por redención he sido llevado en asociación y relación a Cristo, y que supone mi lugar “en” Él en los cielos. Con todo, el asunto de la posición celestial del creyente, no niega la experiencia cristiana aquí abajo en relación a Él mismo como objeto celeste en los cielos. Y en verdad, como el único e irremplazable objeto en los cielos. Entonces, así como lo característico de la epístola a los Efesios es darnos los consejos eternos de Dios en cuanto a la redención, y presentarnos la posición celestial del creyente; por su parte, la epístola a los Filipenses, nos otorga la experiencia cristiana aquí abajo pero en relación directa con Cristo como blanco celestial. “Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14). “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:20-21). Ese lugar de Cristo como objeto celeste, determina la vocación celestial del cristiano y su esperanza actual. Es decir, determina ese carácter puramente celestial de la experiencia cristiana que posee su objeto, sus expectativas, su esperanza, y todo contenido moral: en el cielo, donde Cristo está. Aguardamos a Cristo de los cielos para entrar con Él en los cielos (Juan 14:23). Para decirlo de una forma completa: estamos “en Cristo” en los cielos, marchamos hacia Cristo en los cielos, y esperamos a Cristo de los cielos para entrar con Él en los cielos.
En fin, notemos cómo de la persona de Jesucristo, del Hijo de Dios mismo, de su obra y de su posición celeste, pende todo lo que es el cristianismo y sus principios. Lógicamente que tenemos mucho más, pero hemos tratado de establecer los tres grandes principios que definen lo que es el cristianismo, asunto que, como hemos insistido, se funda en la misma persona de Cristo y su obra. Bien podríamos agregar otras cosas que caracterizan al cristianismo, pero especialmente es de mención la presencia del Espíritu Santo morando en cada creyente (1Corintios 6:19; Gálatas 4:6; Efesios 1:13-14; 2Corintios 1:21-22; etc). Resumiendo. Si la encarnación trae a Cristo a nosotros en plenitud de gracia, siendo y portando la misma vida divina y revelándonos al Padre; la redención, perdona nuestros pecados eternamente y nos abre el cielo; y la posición celestial de Cristo, es la nuestra y la que determina nuestra propia vocación. El cristianismo se define por estos principios irrepetibles y absolutamente exclusivos, que no poseen ni pueden poseer todos los otros sistemas de religión ni de moral que pretenden allegarse a Dios. En fin, el cristianismo se define por lo que Cristo es y ha hecho; y ello, en relación directa con los bienes divinos comprometidos en cada caso, a favor, en relación y en asociación con el cristiano. El cristianismo supone entonces estos principios que determinan una esfera de vínculos y comunión que le es propia, la comunión con el Padre y con su Hijo (1Juan 1:3).
LA CRISTIANDAD
“Un Señor, una fe, un bautismo” (Efesios 4:5).
Si el cristianismo se define por “lo que es y tiene”; la cristiandad, o profesión cristiana, se define por “lo que dice ser y pretende tener”. Como hemos visto, el cristianismo son los principios mismos que se definen por el fundamento sólido de lo que Cristo es y lo que Cristo ha hecho; y todo ello, en viva relación con los bienes divinos que el creyente posee en relación a ello. Es decir, que el cristianismo es en esencia la persona del Señor y su obra como la fuente y fundamento mismo que lo establece, en relación directa con los bienes espirituales que goza cada cristiano. Como hemos visto, la encarnación, la redención, la resurrección y la posición celeste del Señor, son los grandes principios que lo determinan y le dan su propio, único y especial carácter, que establece su relieve con toda nitidez. Y ello, como el fundamento que ata al cristiano a los bienes espirituales que la persona y la obra de Cristo han traído a su entero favor. No podemos separar a Cristo y su obra respecto del cristiano, pues en ello están todos los bienes y privilegios comprometidos. Mas cuando entramos en el terreno de lo que es la cristiandad, considerando a ésta como la gran masa profesante que confiesa el nombre de Jesucristo, la masa que asume su lugar en esta confesión, el asunto es totalmente distinto. No es ahora cuestión de los principios que atan a cada creyente a Cristo y sus bienes, sino que el asunto se ubica en la posición exterior de lo que se dice ser y tener ante el mundo. No son necesariamente los vínculos positivos que asocian a Cristo por la redención, sino lo que la boca confiesa ante el mundo en relación al Señor y su obra. El vínculo y los bienes divinos pueden estar, y sin duda que están en muchos casos, pero no están como el principio que abarca toda la profesión. Por eso, la profesión cristiana o la cristiandad, supone siempre un ámbito más extenso en donde se toma un lugar, desde el que el hombre expresa ser cristiano ante los ojos del mundo. Se trata de una confesión hacia el exterior, que pudiera estar unida o no a una realidad interior, a una genuina fe o una falsa fe. Y en este sentido, es que la profesión es esencialmente lo que se dice ser y no lo que necesariamente se es, lo que se dice poseer y no necesariamente lo que se posee, aún cuando reconocemos que en muchos casos lo que se confiesa ser y tener es a la vez lo que se es y se tiene. Lógicamente que un verdadero creyente, un cristiano, dirá ser lo que es como tal y lo que tiene en Cristo, y eso es profesión; pero no necesariamente todo el que confiesa, dice o profesa ser cristiano, en verdad lo es, en verdad posee a Cristo y sus bienes. Es decir, todo cristiano o todo genuino creyente, es un profesante, pues profesa a Cristo; pero no todo profesante es un verdadero cristiano o creyente. Quisiéramos ilustrar esto por varios textos que así lo acreditan. Como son numerosos, haremos solo unas breves consideraciones sobre cada caso. No todos los pasajes que citemos nos darán la suma de los principios que definen la naturaleza de la profesión, pero con todo, cada uno de ellos pondrán el acento en algún aspecto sobresaliente, de modo que el conjunto nos dará sin duda una idea clara sobre el asunto. Es importante tener en cuenta todo esto que hemos estado apuntando, pues generalmente no constituye una gran dificultad que un creyente comprenda lo que es el cristianismo, pero sí se observa bastante resistencia para entender lo que es la cristiandad o la profesión cristiana, y reconocer que allí puede existir lo que confiesa a Cristo sin poseer la vida divina. El sectarismo que ha dividido tan intensamente la cristiandad profesante, y sigue aún haciéndolo, procura acreditar legitimidad al sistema que encarna o la denominación voluntariamente asumida, perdiendo de vista forma parte de ese todo que es la cristiandad profesante con todos sus males. Y en los esfuerzos de legitimar su sistema, niega la falsa profesión en el mismo. Y aún cuando estemos reunidos al solo nombre del Señor Jesucristo, el corazón tiende a ser sectario y pretende una posición exclusiva, olvidando que en todo y cada caso, cualquier cristiano es parte de la profesión cristiana. Se tiende a ignorar, que así como hay verdaderos creyentes entre aquellos con que comunico, así también los hay a lo largo de toda la masa profesante. Y a la vez, ningún grupo, sea denominacional o no, o sea cual fuere el principio de reunión que les congrega, puede acreditar que solo está conformado por verdaderos creyentes. El orgullo posicional en el sectarismo de la cristiandad, el orgullo de esos “nosotros” con que el cristiano se identifica, es un principio de error que ciega el discernimiento de modo que no le deja ver la ruina de su propio sistema.
Vamos ahora a los textos bíblicos que acreditan la presencia de la falsa profesión entre los verdaderos creyentes, y que nos dan varios aspectos y caracteres de una profesión ruinosa que admite aquello que no posee la vida divina.
1) “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23).
Estas palabras, salido de la misma boca del Señor, son sumamente claras para mostrarnos que pudiese existir la confesión de su señorío, e incluso todo un ministerio de la Palabra y aun señales de poder, sin que exista vida divina. Y esto de sí, nos muestra el carácter sumamente engañoso de la profesión cristiana en un tiempo de ruina; asunto que el mismo Señor previó, y sobre el cual aquí claramente nos advierte. Es decir, puede existir el reconocimiento exterior de que Jesús es el Señor, incluso puede haber profecía en su nombre (ministerio de la Palabra), y aún más, puede haber señales milagrosas en su nombre, sin que ello suponga necesariamente un vínculo real con Cristo. Notemos que el Señor no reconoce a éstos como suyos, sino que les excluye de sí declarando el carácter de maldad de ellos. Esto es muy solemne, pues nos demuestra que en el mismo ámbito de la profesión cristiana, que justamente se relaciona con confesar su nombre y señorío, enseñar en su nombre, y aún hacer milagros en su nombre, puede existir todo esto en personas malvadas que no son verdaderos creyentes. E insistimos, que esto de reconocer exteriormente al Señor como tal, e invocar su nombre, es lo propio y característico de la cristiandad profesante, independiente de la presencia de la vida divina en el que encarna esta profesión.
2) Tomemos otro ejemplo. En el libro de los Hechos, al describirse la vida de los primeros cristianos, leemos: “De los demás, ninguno se atrevía a juntarse con ellos” (Hechos 5:13). Hasta entonces, había una perfecta correspondencia entre la profesión de la fe cristiana y la genuinidad de esa fe profesada; pero desde el capítulo ocho, podemos observar que ingresó a la profesión cristiana uno que solo adhirió de una manera superficial, pero que en verdad aún permanecía en sus pecados y prisión de maldad. Y esto, aun cuando hubiese sido bautizado y hubiese permanecido junto a Felipe. Nos referimos a Simón el mago, el cual fue desenmascarado por el apóstol Pedro (Hechos 8:9,13,18-24). Indudablemente que el bautismo introduce a la profesión cristiana, pero no acredita la presencia de la vida divina ni del perdón de pecados.
3) El mismo apóstol Pablo, en su discurso de despedida a los ancianos de Éfeso, anunció que la falsa profesión ingresaría al cristianismo. “Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual Él ganó por su propia sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos” (Hechos 20:28-30). Notemos que en ausencia de los apóstoles, entrarían desde fuera así como surgirán desde dentro, lobos rapaces y hombres naturales (sin vida divina) que arrastrarían tras sí a los mismos creyentes.
4) Judas, en su epístola, es consistente en demostrar que en su tiempo, ya habían entrado encubiertamente hombres impíos entre los cristianos. “Porque algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo” (Judas 4). El inicio de esta forma de apostasía que Judas delató, hoy, evidentemente, ha llenado y proseguido su curso creciente en la cristiandad.
5) Por su parte, Pedro, en su segunda epístola, advierte a los creyentes : “Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado, y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas...” (ver 2Pedro 2:13).
Es interesante considerar que los apóstoles, en muchos casos, tomaron las cosas que antes sucedieron en Israel como ejemplo de lo que sucedería luego en la cristiandad. Y esto, constituye solemne ejemplo y advertencia en cuanto a todo lo que a la falsa profesión exterior se refiere. Entonces, Pedro deja bien sentado que en la cristiandad actual, ingresarían falsos maestros que harían inmenso daño al rebaño del Señor, así como ocurrió con los falsos profetas que turbaron al pueblo de Dios en la antigüedad.
6) “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto...” (ver 1Corintios 10:1-11). Hay varios pasajes en el Nuevo Testamento, que comparan la cristiandad profesante actual con el pueblo de Israel en los tiempos de la salida de Egipto y el éxodo por el desierto. En ellos, podemos apreciar en el Israel antiguo una viva imagen de la cristiandad profesante de hoy. Y entonces, observamos con meridiana claridad, que una posición exterior en la profesión como pueblo de Dios, no garantiza estar bajo los beneficios eternos de la sangre de Cristo, aunque sí, dentro de un ámbito de especial gracia, privilegios y cuidados divinos. El individuo podría gozar de estos privilegios que suponían ciertos bienes temporales y cuidados divinos temporales, aun cuando no fuese un verdadero creyente. Todos los israelitas comieron del maná y bebieron de la roca, pero ello no supuso verdadera fe. Así, un profesante en la cristiandad, puede disfrutar de muchos beneficios de la gracia sin que posea fe genuina en Cristo. “¿Quiénes fueron los que, habiendo oído, le provocaron? ¿No fueron todos los que salieron de Egipto por mano de Moisés? ¿Y con quiénes estuvo Él disgustado cuarenta años? ¿No fue con los que pecaron, cuyos cuerpos cayeron en el desierto? ¿Y a quienes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron? Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad. Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa entrar en su reposo, alguno de nosotros parezca no haberlo alcanzado” (Hebreos 3:16-4:1). “Mas quiero recordaros, ya que una vez lo habéis sabido, que el Señor, habiendo salvado al pueblo sacándolo de Egipto, después destruyó a los que no creyeron” (Judas 5). Estos ejemplos son muy contundentes, pues la conformación de un pueblo bajo los beneficios y favores de Jehová, con vínculos nacionales, formales y exteriores con Él, no supone la presencia de verdadera fe en cada uno de sus integrantes. Igualmente, la cristiandad que confiesa el nombre de Cristo y que profesa sus bienes y privilegios, no indica necesariamente que en todos sus integrantes esté la fe y la vida divina. Podría haber una profesión exterior sin vida divina, sin perdón de pecados, sin renacimiento; incluso un creer superficial que no se apodera de Cristo y de su obra (Juan 2:23-25; Hechos 8:13,22-23). Mas aclaremos, que todas estas Escrituras que citamos, comparan la actual cristiandad profesante con el antiguo pueblo de Israel en su andar por el desierto, mas jamás la comparación es respecto de la Iglesia. En la Palabra de Dios jamás la Iglesia es confundida con Israel. La condición y las circunstancias de Israel podrán ser comparables con la profesión cristiana, desde que ambas admiten al incrédulo en su interior, pero jamás se confunde con lo que es la Iglesia, con lo que está sobre el fundamente de la vida divina. Esto constituye una prueba contundente, de que la profesión no es la Iglesia, no es el Cuerpo de Cristo, no es “el Cristo”.
7) Otra evidencia innegable que acredita que una posición exterior en un ámbito de privilegio de bienes divinos, no significa necesariamente vida divina, es lo que el Señor enseña en la conocida parábola del trigo y la cizaña. “Les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue” (ver Mateo 13:24-30, 36-43). Las parábolas del Reino de los Cielos, expresan el desarrollo ruinoso del tal y el progreso del mal en el mismo, intertanto está ausente el Rey. Cristo fue despreciado por su pueblo como Mesías y Rey, y ello origina su larga ausencia de este mundo hasta el día de su regreso en gloria; pero la siembra que estableció aquí abajo, dejando hijos del reino, prosigue su desarrollo como el Reino de los cielos en forma de misterio. Y entonces, tenemos el fracaso del hombre administrando los negocios divinos confiados, durante la ausencia del Rey. Así, mientras los hombres duermen, el enemigo siembra cizaña entre el trigo. Y en consecuencia, hay todo un desarrollo conjunto de ambas siembras que incluyen los hijos del reino y los hijos del malo. “El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del siglo...” (Mateo 13:37-39). Evidentemente, todo el desarrollo de lo que sigue después de ambas siembras, la del Señor y la del diablo, tiene su progreso hasta el fin del siglo; es decir, hasta que el presente orden de cosas sea sustituido por uno completamente nuevo, cuando el Señor venga y establezca con su presencia todos los bienes que se corresponden con el “siglo venidero”. Entonces, esta mezcla de semillas que crece conjuntamente, atraviesa necesariamente el tiempo de la cristiandad profesante, el tiempo que se corresponde con el desarrollo del Reino de los cielos en misterio, el tiempo de la ausencia del Rey. Aquí, evidentemente, hallamos que entre los que el Señor llama “los hijos de Reino” (los creyentes), han sido sembrados los que toman la apariencia de ellos pero sin serlo, pues en definitiva, son “los hijos del malo”. Estamos cursando sin duda el tiempo en que estas cosas están en desarrollo; el tiempo en donde la buena semilla crece junto a la cizaña; el tiempo en donde entre los creyentes están los incrédulos que han tomado su posición junto a ellos. Esto es justamente la cristiandad, la masa exterior que aquí abajo asume la forma de cristianismo pero conteniendo en su interior elementos extraños; elementos que no son divinos, y por cuya presencia se observa todo un desarrollo en confusión y ruina.
8) “Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: El que tiene los siete espíritus de Dios, y las siete estrellas, dice esto: Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto” (ver Apocalipsis 3:16). Los capítulos segundo y tercero de Apocalipsis, presentan la decadencia de la historia de la Iglesia responsable; y quizás debiéramos mejor decir, la historia de aquello que toma el lugar exterior (o la profesión) de lo que es la Iglesia. Y en el evidente proceso de decadencia y ruina que se aprecia en ella, pese a un notable avivamiento (Filadelfia), hallamos a Sardis, que justamente expresa el tiempo de la Reforma. Más exactamente, es el fracaso de la Reforma y no su aspecto deseable como movimiento del Espíritu que recuperó las Escrituras. Su fracaso más rimbombante, es justamente lo que pretende tener: la salvación o la vida divina sobre la base de la fe. Entonces, hallamos esta solemne y triste expresión que el Señor le dirige especialmente: “tienes nombre de que vives, y estás muerto”. Notemos que el Señor le trata en el terreno de lo que pretende y dice tener (el terreno de la profesión responsable), para entonces declarar su estado conforme a ello. La Reforma, por un lado, el lado justamente deseable y que expresa lo que es divino, recuperó la verdad de la salvación por la fe; pero como profesión que declara este principio, no fue para nada consistente con el mismo, pues derivó en grandes estructuras nacionales (las iglesias reformadas) que admitieron en su seno una cantidad ilimitada de falsos profesantes. Entonces, la misma verdad por la que pretende la legitimidad de su existencia y su honra (la posesión de la vida por la fe), declara su ruina desde que admitió en su seno una amplia profesión que adhirió a la Reforma por otros motivos e intereses extraños a la verdad recuperada. En la mayoría de los casos, los reyes y príncipes, el Estado terrenal, se tornaron en los gestores, o los sostenedores y patrocinadores de la Reforma, cuando no las mismas cabezas de sus amplios sistemas eclesiásticos, los cuales no vinieron a ser otra cosa que una gran masa profesante sin vida, tomando la forma de una profesión de carácter nacional que proclama la justificación por la fe, pero sin fe verdadera. “Tienes nombre de que vives, y estás muerto.” Notemos entonces, cómo aquí se acredita que no hay vida en una profesión exterior que dice ser la Iglesia, aun cuando proclame la verdad de la salvación por la fe. Y esto en sí, no es la Iglesia sino la cristiandad en la pretensión de ser la Iglesia.
En fin, sin haber pretendido agotar todos los pasajes en donde podemos apreciar que la cristiandad es la profesión exterior que contiene elementos sin vida divina, y que observa en su interior un progreso del mal, consecuencia directa de la presencia de los falsos profesantes, queremos destacar varios principios que definen su forma ruinosa. En primer lugar, ella no es la expresión misma de lo que es el cristianismo en sus principios característicos y puros, ni es la Iglesia, sino la pretensión exterior de poseer los bienes del primero y ser la segunda. Por los diversos pasajes que hemos citado, podemos afirmar que asumir un lugar en la profesión que reconoce (exteriormente) el señorío de Cristo, que invoca su nombre, que puede acreditar la enseñanza de la fe cristiana, e incluso presentar manifestaciones de poder, no indica la presencia de vida divina. Por otro lado, la entrada de la falsa profesión fue oportunamente anunciada tanto por el Señor como por los apóstoles, como asunto que irremediablemente se observaría. Y ello, no puede ser subsanado sino que observará un progreso ruinoso hasta el fin. Como hemos visto, entrar por bautismo para ocupar un lugar y una posición exterior junto a la masa profesante, por más que sea la profesión de lo que es cristianismo, no asegura la vida divina. Entrar por bautismo a la profesión cristiana, reconocer exteriormente el señorío de Cristo, y acreditar al enseñanza de la fe cristiana, no significa necesariamente la presencia de vida divina, ni disfrutar de todos sus privilegios y bienes. Proclamar y adherir a la doctrina de la salvación por la fe, no significa vida; solo hay vida si en verdad se cree y se ha recibido a Jesucristo. Tener la verdad cristiana, proclamarla e incluso hacerla un dogma de hierro, tampoco significa poseer vida divina. Todo esto marca el terreno de lo que designamos como cristiandad. Es la pretensión de ser la Iglesia o ser el receptáculo de los bienes del cristianismo, sin necesariamente ser la primera ni poseer lo segundo; es la profesión de lo que se pretende ser y poseer, sin necesariamente serlo y tenerlo. Lógicamente que todo cristiano ha de profesar ser lo que es, y ha de testificar lo que tiene en Cristo, pero la profesión incluye aquellos que pretender ser cristianos sin serlo, y pretenden poseer la verdad que no tienen. Y esto, porque como hemos explicado, se trata del aspecto exterior, de lo que se manifiesta ser y de lo que se confiesa tener.
EL CRISTO
“¿Acaso está dividido el Cristo?” (1Corintios 1:13).
“Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también el Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un Cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1Corintios 12:12-13).
“Por revelación me fue declarado el misterio, como antes lo he escrito brevemente, leyendo lo cual podéis entender cuál sea mi conocimiento en el misterio del Cristo, misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo Cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efesios 3:36).
“El Cristo”, en estos pasajes que hemos citado de las Escrituras, es el Cuerpo, es la Iglesia como tal; es la unidad eterna de todos los redimidos de la Iglesia con Cristo, conformando un todo indivisible que es fruto de la redención y la consumación de los consejos de Dios en gracia soberana en relación a ellos. Es la consecuencia misma de la redención, de la venida del Espíritu Santo bautizando a todos los creyentes (cristianos) en un Cuerpo, cualquiera fuese su origen y su condición; es el “misterio del Cristo”, la grande y solemne verdad desconocida en todo tiempo anterior, pero revelada y dispensada especialmente por el ministerio del apóstol Pablo. Verdad, que supone el gran consejo divino de introducir y hacer parte a los gentiles junto a judíos, del mismo Cuerpo (la Iglesia), por medio de la reconciliación de la cruz (Efesios 2:16). En fin, el Cuerpo es la consumación de los consejos de Dios reuniendo a todos los redimidos de la Iglesia, en esta unidad eterna, que incluye judíos y gentiles, los cuales, en ambos casos, han sido hechos parte de la promesa del Espíritu (Efesios 3:6). El evangelio es el medio o la puerta que ha otorgado esta entrada a los privilegios y bendiciones de la redención, a todo hombre que lo recibe, cualquiera sea su origen o su anterior posición de privilegio o no.
El Cuerpo, indudablemente es la Iglesia. El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, “operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su Cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:20-23). “Cristo es la cabeza de la iglesia, la cual es su Cuerpo, y él es su Salvador” (Efesios 5:23). “Y Él (Cristo) es la cabeza del Cuerpo que es la iglesia, Él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia” (Colosenses 1:18). “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (1Corintios 12:27). Por todos estos textos, queda más que acreditado que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y que Cristo es la Cabeza de tal Cuerpo. Y esto, para nada se confunde con lo que es la cristiandad. La profesión cristiana o cristiandad es justamente lo exterior, lo que confiesa ser de Cristo y ser la Iglesia ante los ojos del mundo, en tanto que el Cuerpo, es evidentemente la gran verdad invisible, mística, pues supone esa unidad que el ojo no ve y vínculos que no se perciben por medios humanos, pero que han sido consumados por la redención. El Cuerpo es la Iglesia misma conforme el consejo eterno de Dios. Hay mucha confusión en llamar Iglesia a la profesión cristiana, o a la cristiandad con todas sus desviaciones, pero en verdad, la Iglesia es el Cuerpo y no otra cosa. En los escritos de Pablo, el gran dispensador de la verdad de la Iglesia, el apóstol es consistente al presentar la verdad del Cuerpo sin jamás hallar confusión en cuanto al asunto, pues nunca llamará Iglesia a la profesión ruinosa. Él, como hemos visto, para hablar de la profesión cristiana utiliza comparaciones con el Israel que marchó por el desierto, o presentará el asunto de “la casa grande” (2Timoteo 2:20), o anunciará la presencia de lobos rapaces y falsos maestros entre los santos, pero nunca llamará “Iglesia” o “el Cristo” a la profesión cristiana o cristiandad. En fin, Pablo nunca llama “Iglesia” a la profesión, aun cuando esta sea cristiana.
CONCLUSIÓN
Llegamos al final de estas consideraciones, afirmando que el cristianismo son los principios distintivos que surgen necesariamente y en relación directa con la persona y la obra de Cristo, su venida a este mundo y los bienes consumados por la redención. La cristiandad, por el contrario, es la profesión del nombre de Cristo y la pretensión pública y manifiesta de poseer esos bienes divinos, y la profesión y pretensión de ser la Iglesia. Es el aspecto exterior y visible, confiado a la responsabilidad del hombre. En tanto que todo lo que es el cristianismo, es cosa fundada en Cristo y su obra. La cristiandad, la profesión cristiana, supone la administración de los privilegios confiados y profesados, los cuales son puestos en manos del hombre responsable. Por eso, en la cristiandad se dibuja especialmente la responsabilidad del hombre. Si el cristianismo pende de Cristo mismo y sus bienes, de su obra concreta, la cristiandad, por su parte, pende de la responsabilidad de los hombres que confiesan a ese Cristo y esos bienes. Por otro lado, el Cuerpo, el Cristo, la Iglesia, es el resultado de la redención que consuma el designio y consejo eterno de Dios en cuanto a los redimidos, que supone la eterna unidad con Cristo, conformando una sola cosa con Él. Y ello en el ámbito de la vida divina misma. Es la verdad que pudo testificarse de alguna manera al principio del cristianismo, pero que hoy, como siempre, supone esencialmente una verdad invisible, consumada por el Espíritu sobre la base de la redención, en plena conformidad con el eterno consejo de la Deidad que se designa como “el misterio del Cristo” (Efesios 3:46).
Entonces, por un lado tenemos los principios mismos que se desprenden de la persona y obra de Cristo, como lo que da su propio carácter a lo que llamamos cristianismo, en vivo contraste con todo lo que hasta entonces era judaísmo y paganismo. Por otro lado, tenemos la profesión de estos principios y la pretensión de ser la Iglesia, que se corresponde a una esfera exterior de confesión bajo la responsabilidad del hombre, que es lo que llamamos cristiandad; y en donde evidentemente, se aprecia la ruina y el desarrollo del mal. Y por otro lado, hallamos el mismo efecto eterno de la redención estableciendo la unidad de todos los creyentes en un Cuerpo. Lo ruinoso no es el Cuerpo ni los principios mismos del cristianismo, porque ello es consecuencia directa de lo que es la persona de Señor y la eficacia eterna de su obra; lo ruinoso se halla en la profesión, en la confesión, en lo que es la cristiandad confiada a la administración y responsabilidad del hombre.
R. Guillen