LA AUTORIDAD DIVINA DELEGADA EN LA ASAMBLEA

Categoría de nivel principal o raíz: Estudios Bíblicos
posted by: R. Guillen

LA AUTORIDAD DIVINA DELEGADA EN LA ASAMBLEA.

“De cierto os digo que todo lo que atéis en la tie­rra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo” (Mateo 18:18)

No nos cabe ninguna duda que el asunto de la autoridad de la Asamblea local, para atar y desatar en el nombre del Señor Je­sucristo, supone la potestad más exquisita y alta que se le ha concedido y confiado. Tal autoridad le ha sido delegada y avala­da por el mismo Señor Jesucristo; y ello, para actuar en su nom­bre y en su lugar. Y si bien la Asamblea posee tan noble y elevado privilegio, a la vez, ello compromete su más grande responsabi­lidad, pues aun cuando tiene toda la potestad de ejercer esta au­toridad de su competencia, existe la gran necesidad de administrarla en el temor y dependencia del Señor, y en el ámbito y esfera propia en que tal autoridad le ha sido delegada.

Es triste tener que admitir que muchos hermanos reunidos al nombre del Señor Jesucristo, no disciernen correctamente so­bre la naturaleza, alcances y propia incumbencia de la autori­dad delegada por el Señor en la Asamblea local; y a menudo, de­bemos lamentar decisiones que nos llaman la atención y nos invi­tan a revisar cómo estamos administrando esta potestad divina­mente concedida. Cuando tomamos conciencia que el ejercicio de la misma, liga a todos los hermanos y Asambleas en comu­nión, ello exige que seamos sumamente cuidadosos al ejercitar y administrar tal potestad. Queremos ser claros desde un princi­pio para decir, con ánimo resuelto, que por este escrito procu­ramos con la ayuda del Señor y de las Escrituras, meditar sobre algunos principios que debemos tener presentes a la hora de atar o desatar según Mateo 18:18.

Es bueno comenzar considerando la naturaleza misma del principio de autoridad. Y lo primero que aprendemos en la Pala­bra de Dios al respecto, es que Dios mismo es la fuente de toda forma de autoridad. “No hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1; ver también 1Pedro 2:13-14 "Sed pues sujetos á toda ordenación humana por respeto á Dios: ya sea al rey, como á superior, Ya á los gobernadores, como de él enviados para venganza de los malhechores, y para loor de los que hacen bien".) Solo en Dios hay autoridad por naturaleza. Ella es una prerrogativa de su propio ser o naturaleza divina. Y si bien esto es así, a Él le ha placido, en ciertos casos, delegar su autoridad en el hombre para que éste la ejerza en su lugar. Y ello, a fin de castigar y poner freno al mal, a fin de estimular el bien, a fin de generar y mantener orden, a fin de conceder a los suyos la administración de sus intereses, etc. Y en el caso de la Asamblea, lo hace especialmente para mantener la santidad y el orden en la Casa de Dios. Aprendemos entonces, que la auto­ridad divina es delegada en un determinado sujeto que tiene la responsabilidad de administrarla (la asamblea local).

Es importante notar que en las Escrituras existen diversos géneros de autoridad. Solo mencionaremos algunos de ellos pa­ra ilustrar la cuestión que ahora desarrollamos, sin pretender agotar la materia. En tal sentido, podemos decir que la primera delegación de autoridad que encontramos en las Escrituras, es la que Dios hace a favor de Adán en la creación. Dios colocó a Adán como su propia imagen ante la creación, y le concedió el señorío sobre ella. “Llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28). Existió en la misma creación del hombre, la delegación de autoridad y seño­río para dominar sobre la creación y sus criaturas. Luego, con la entrada del pecado, con la corrupción del hombre y con la inusi­tada multiplicación de la violencia homicida, Dios estableció un nuevo principio de autoridad: el gobierno humano. Entonces, tras el diluvio, Él concedió al hombre la potestad de gobernar al hombre.“El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Génesis 9:6). Dios confió al hombre una autoridad tan grande como para ajusticiar al homicida voluntario. Y este es el acto de mayor autoridad que se confiere al gobernante de este mundo. Pero es importante notar que siempre que Dios delega autoridad, no lo hace indiscriminadamente sino que junto a ella también van acompañadas sus limitaciones. Así, cuando se dele­ga autoridad sobre lo creado, no se lo hace sobre lo increado. El primer Adán ninguna autoridad tenía sobre las cosas celestes y eternas, ni tampoco sobre los ángeles. Asimismo, la autoridad confiada a un gobernante no es ilimitada. Dios no le ha concedi­do ajusticiar a los hombres por cualquier cosa, debe respetar a otros gobernantes superiores a él o de su mismo rango, y aun su autoridad está limitada por la de otros que la ejercen en una ju­risdicción que no le pertenece. 

Hasta aquí, es claro que tenemos la autoridad del hombre sobre la creación y las criaturas, y la autoridad del hombre so­bre el hombre (el gobierno humano), las cuales nada tienen que ver con la de la Asamblea en Mateo 18:18. Dios ha delegado su auto­ridad en distintos ámbitos, para que sea ejercida en esos res­pectivos ámbitos que determinan su especial incumbencia. Por evidente que sea, es propio decir que la Asamblea de Dios no ha sido llamada a gobernar al mundo, a castigar al homicida, a co­brar impuestos terrenales, ni a señorear sobre las criaturas. Su ámbito de autoridad está evidentemente circunscripto a la ad­ministración de los intereses que incumben a la Casa de Dios.

Al llegar aquí, es necesario realizar una pregunta esclare­cedora. La autoridad delegada por el Señor en Mateo 18:18, ¿dónde reposa? ¿Cuál es el ámbito propio y el sujeto que la aplica? Po­dríamos admitir la existencia de la potestad conferida por Cris­to para atar y desatar, y reconocer que ello está plenamente ava­lado por el cielo, pero a la vez, podría existir mucho error acer­ca de quién es el sujeto autorizado para ejercerla legítimamen­te. La autoridad divina ha sido delegada a un sujeto concreto, y cualquier extraño que la tome, no puede ser avalado ni aproba­do por la fuente que la delega. Es por eso que es de suma impor­tancia, tener presente cuál es el sujeto que ostenta la potestad para atar y desatar conforme a la autoridad que el Señor delega en Mateo 18:18. Al respecto, hay algunos pasajes que nos lo mues­tran de una manera muy clara. El primero se halla en el mismo contexto de Mateo 18:18. Si tenemos presente que no podemos se­parar este versículo de los dos versículos siguientes, advertire­mos que es la Asamblea local la depositaria de tal potestad. Re­cordemos que en unión a Mateo 18:18, Mateo 18:20 expresa el principio mismo de lo que es la Asamblea local (“Donde están dos o tres congregados a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”). Pero hay también otro pasaje sumamente esclarecedor: 1Corintios 5. Todo el contexto de este capítulo, muestra que la autoridad de la Asamblea local es irremplazable. Un hermano, por dotado que sea; un grupo de hermanos, por sabios, íntegros, y santos que sean; otras Asambleas, por cercanas que estén; y aun el mis­mo apóstol Pablo, por grande que fue su ministerio en la obra del Señor; no podían reemplazar la acción que debía realizar por sí misma la Asamblea local en Corinto. Notemos que había allí un caso de inmoralidad no juzgado (vv. 1-2), y no obstante, Pablo no ejecuta personalmente la acción de excomunión en in­dependencia a la Asamblea. Su autoridad apostólica no podía reemplazar la autoridad del Señor en la Asamblea en Corinto, aunque sí podía encausarla junto a ella. Advirtamos que él mue­ve la conciencia de la Asamblea para que sea ella la que lo haga, aun cuando él adhiera y pueda encauzar su autoridad apostólica a través de ella. Él había juzgado el caso inmoral en su espíritu (v. 3), pero tal cosa no significaba la excomunión del ofensor ni reemplazaba la autoridad de la Asamblea local. Él se adhiere a la acción de la Asamblea en su propio espíritu, pero no reemplaza a la Asamblea obrando en la potestad de Cristo, aun cuando su autoridad apostólica pudiese correr por el mismo carril de la Asamblea local. Notemos: “En el nombre de nuestro Señor Je­sucristo, reunidos vosotros y mi espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesucristo, el tal sea entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (v. 4-5). Es evidente que el juicio de Pablo no reemplazaba al de la Asamblea, pues él ya había juzgado en su espíritu al ofensor, pero este juicio no había obrado la exco­munión. Se necesitaba el ejercicio de la potestad de la Asam­blea local, y entonces, él sí se asocia a la acción. Esta potestad se ve también en las expresiones:“¿No juzgáis vosotros a los que están dentro?” (v. 12), y “quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (v. 13). Estos “vosotros” permiten ver cómo en definitiva, la autoridad de Cristo posa en los santos de la locali­dad. La ausencia de apóstoles hoy (hablamos de apóstol como don fundacional de la Asamblea), no autoriza a nadie a preten­der mover una Asamblea por su pretendida autoridad. Es la Asamblea misma la que debe ejercer la autoridad que le ha sido delegada.

Todo esto nos permite observar que la autoridad de Cristo reposa en la Asamblea local, y el ejercicio de esta autoridad es insustituible e indelegable. Ni el mismo apóstol Pablo podía ejercer la autoridad que el Señor había confiado a la Asamblea (aunque sí asociarse y encauzar su autoridad apostólica por ella); de otro modo, él hubiese excomulgado al ofensor sin más. Pablo encausando su autoridad por la Asamblea es cosa excep­cional; solo era un privilegio apostólico. Un don, por grande que sea, no es el depositario de la autoridad de Cristo para atar y de­satar. Por más que la Asamblea en Corinto había sido negligente en juzgar el caso, y aun permanecía en un estado de vanidad y orgullo que le impedía operar la acción (vv. 2,6), ello no autori­zaba a que otro extraño ejerciera su autoridad. Pablo no lo hizo excluyéndola. El apóstol tampoco reunió hermanos dotados de otras Asambleas para que lo hicieran, ni llamó a las Asambleas cercanas ni lejanas para que ejecutasen la excomunión. Él mo­vió la conciencia de la Asamblea local para que ella misma ejer­ciese la autoridad que gozaba en el nombre del Señor, y él se aso­ció a la acción con su autoridad apostólica. La aplicación de la Palabra fue suficiente para que la Asamblea reaccionase y eje­cutase el juicio. Esto es en verdad solemne, pues la autoridad misma de Cristo reposa en la Asamblea local, y ésta, como he­mos dicho, es insustituible e indelegable. Pablo no desconoció tal autoridad aun cuando la Asamblea había sido negligente, ni la reemplazó en el ejercicio de la misma, ni trajo a otros para que lo hicieran. Es evidente que su autoridad apostólica, y aun toda la que pueda ostentar un hermano mediante un don, no pueden reemplazar la acción de la Asamblea local. (1)

(1). Reconocemos que un apóstol, como portador del don fundacional de la Asamblea, poseía prerrogativas muy especiales y una amplia disposición de autoridad. Y entre sus prerrogativas especiales, pudieron ejercer tal autoridad de una manera directa, sin intervención de la Asamblea, tal como Pedro en el caso de Ananías y Safira (Hechos 5:1-11), y Pablo en el de Himeneo y Alejandro (1Timoteo 1:20); pero cuando el Espíritu nos presenta la Asamblea local en su orden, privilegio y responsabilidad, como es el caso de la Primera Epístola a los Corintios, entonces la acción es de su exclusiva esfera. No teniendo hoy apóstoles a la manera de Pedro y Pablo, entendemos que la potestad de la disciplina y excomunión queda exclusivamente en la Asamblea local.

 Descono­cer que una Asamblea posee la autoridad del Señor para resol­ver sus asuntos y administrar sus intereses, es verdaderamente serio. Tal cosa es desconocer allí la presencia de Cristo y de su autoridad. Además, no existe ningún versículo bíblico que pro­picie jerarquía entre Asambleas de manera que una haga uso de la autoridad que le pertenece a otra. No hay base bíblica para decir que una Asamblea posee mayor autoridad que otra en Mateo 18:18, ni que una Asamblea puede irrumpir en otra para ejecu­tar disciplina y excomunión. Esto supone una verdadera perver­sión del principio que nos ocupa, y el desconocimiento de la au­toridad del Señor en la Asamblea local.

Quien obra así, está co­metiendo un error mucho más grave que el que pretende corre­gir, pues justamente la esencia de la Asamblea es la presencia de Cristo y su autoridad en medio de los santos (Mateo18:20). Y si negamos tal presencia en una Asamblea local, por desorden que halla en ella, nosotros mismos quedamos moralmente fuera de la Asamblea. Alguien que no sepa reconocer la presencia de Cris­to y de su autoridad en medio de una Asamblea, está moralmen­te en el terreno de los sistemas y denominaciones. No hay auto­ridad de Cristo para negar autoridad de Cristo. Nadie ostenta la autoridad de Cristo para negar esa autoridad en una Asamblea que administra sus propios intereses locales.

Los capítulos 2 y 3 de Apocalipsis, también nos ofrecen un claro testimonio que avala la autoridad de Cristo reposando en la Asamblea local. Notamos allí que los mensajes a las siete igle­sias están dirigidos “al ángel de la Iglesia en...” (Apocalipsis 2:1,8,12,18; 3:1,7,14). Sabemos que los ángeles no conforman la Iglesia de Dios, ni fueron auxiliados por la redención. Sin duda que aquí, el concepto “ángel”, importa justamente el principio administrativo de autoridad, dignidad y responsabilidad en ca­da una de esas Asambleas locales. Y si bien existe la solemne ex­hortación a oír lo que el Espíritu dice a las iglesias en su conjun­to (Apocalipsis 2:7,11,17,29; 3:6,13,22), pues el oído espiritual es ins­truido en cada mensaje, igualmente cierto es que el Señor habla a cada una de ellas conforme a su estado. Y a la vez, cada una de ellas es llamada a corregirse y volverse de sus propios males de acuerdo a su propia e intransferible responsabilidad. Así, lo que es demandado de una, no se le exige a otra; y ninguna puede ve­nir a dar respuesta por otra. Hay sin duda una administración lo­cal que hace a la Asamblea responsable de su propio estado, y nunca se demanda a una Asamblea que supla, suplante o reem­place a otra en la responsabilidad a que se le llama en el ejerci­cio de su propia administración local. Esto muestra cómo la auto­ridad reposa en la Asamblea local misma, y otra no puede substituirla por cercana que sea. No vamos a multiplicar los ejemplos, pues la simple lectura del pasaje que citamos, lo deja ver con to­da claridad. Solo tomemos un caso. El Señor tiene contra Éfeso que ha dejado su primer amor, y le llama a arrepentirse y hacer las primeras obras. Y ello, bajo la advertencia de quitar su can­delero de su lugar (2:4-5). Acerca de tal cosa, todas las Asam­bleas podían aprender, pero ninguna de ellas podía reemplazar a Éfeso en el arrepentimiento al que se le llamaba; ni Éfeso po­día delegar en otra lo que ella debía realizar por el ejercicio de su propia autoridad y responsabilidad. No queremos ser mal comprendidos al decir todo esto. No hablamos del pernicioso principio de independencia eclesiástica, que se arroga la pre­tendida potestad de negar la autoridad de Cristo en otra u otras Asambleas. Aquí hablamos del ejercicio de la propia autoridad que incumbe a cada Asamblea. Y el solo hecho de que existan sie­te mensajes distintos, uno para cada Asamblea, es porque los ta­les no eran intercambiables. Cada una de ellas tenía su aproba­ción o desaprobación del Señor, y era llamada a ejercer su auto­ridad responsable en relación a lo que directamente le compe­tía. El lector podrá advertir claramente estos principios leyendo los capítulos 2 y 3 de Apocalipsis. En definitiva, estos capítulos sostienen de una manera tácita pero sumamente evidente, que cada Asamblea poseía en sí misma la responsabilidad y autori­dad en la administración de sus propios asuntos; y jamás se dele­gaba en otra tales cosas. El “ángel” de la Asamblea es la repre­sentación responsable y administrativa del mensaje que en par­ticular se le dirigía, y jamás era llamado a intervenir en otra Asamblea. En todos los casos, era la misma mano judicial de Cris­to quien trataría directamente con la Asamblea si desoía su voz. No se establece aquí la posibilidad que sea otra Asamblea o un conjunto de ellas, las que intervengan para juzgar el mal de cualquiera de ellas.

Tampoco debe pensarse que el hecho de que una Asam­blea haya extendido diestra de comunión a un grupo de her­manos que se reúnen al nombre del Señor, ello suponga una autoridad especial sobre estos. Reconocidos en comunión los santos de una localidad; ellos, como Asamblea y administrado­res de los intereses del Señor en el lugar, han de ser reconocidos como ostentando la presencia y autoridad de Cristo como cual­quier otra Asamblea. Dar las diestras de comunión no supone un acto de superioridad ni el establecimiento de una jerarquía en­tre Asambleas, sino el reconocimiento de lo que Dios y el Señor ya han establecido.“Como vieron que me había sido enco­mendado el evangelio de la incircuncisión... y reconociendo la gracia que me había sido dada, Jacobo, Cefas y Juan... nos dieron a mí a y a Bernabé la diestra en señal de compañeris­mo...” (Gálatas 2:7-9).

En la materia que nos ocupa, debemos decir que es un ver­dadero desorden que una Asamblea discipline y excomulgue her­manos de otras Asambleas. Por 1Corintios 5 podemos apreciar con cla­ridad, que la autoridad del Señor en Corinto se reducía a quitar al perverso de entre ellos (la Asamblea local; vv. 2,13), pero no de otras Asambleas. Aun cuando se pudiese haber producido un cisma entre hermanos de una localidad, no podemos ejercer au­toridad en una localidad extraña a la nuestra. Podemos, en la medida que estemos capacitados, ayudar con la Palabra para es­clarecer los pensamientos de Dios en los temas y dificultades en cuestión; podemos mover la conciencia de la Asamblea con la Pa­labra, tal como lo hizo Pablo; podemos juzgar un mal en nues­tros propios espíritus, tal como lo hizo Pablo; podemos tomarnos todo el tiempo necesario para procurar resolver las diferen­cias; pero no podemos tomar la autoridad de Cristo que le com­pete a una Asamblea cualquiera. Y en el caso que un cisma per­sista, deberemos esperar que el Señor nos aclare dónde ha obra­do la independencia divisionista y dónde Él reconoce su Asam­blea. Pero indudablemente no podemos ejercer la autoridad confiada en Mateo 18:18 en una localidad donde se halla otra Asamblea administrando los mismos intereses. La expresión “quitad a ese perverso de entre vosotros (v. 13), muestra sin lugar a dudas que la acción de excomunión debía ser realizada por la Asamblea en Corinto, y no por otra.

Es sin duda nuestra carne no juzgada, nuestro sentimiento de superioridad, nuestro celo equivocado, nuestro orgulloso pensamiento que somos más fieles que otros y que la Asamblea depende de nuestra fidelidad personal, lo que nos lleva a obrar apresuradamente e inmiscuirnos allí donde debemos dejar que la autoridad de Cristo se exprese. La actitud de Pablo es la co­rrecta. Pensemos cuántos desórdenes graves había en Corinto (se embriagaban en la Cena del Señor, ministraban en desorden, participaban de lo sacrificado a los ídolos, toleraban la fornica­ción, había cismas entre ellos, etc.), y sin embargo, Pablo, por fe, siguió considerando que la potestad de Cristo estaba entre ellos para limpiarse y ser “nueva masa, sin levadura” (1Corintios 5:7). Y como lo sabemos por la segunda epístola a los Corintios, la Asamblea se limpió y regresó al orden divino (2Corintios 7:11). Esta es la actitud que necesitamos cada vez que consideremos el mal que pueda brotar en una Asamblea; pero jamás hemos de irrum­pir para ejercer una autoridad que no es nuestra. En fin, Mateo 18:18 constituye un solemne principio de delegación de autori­dad divina, pero tal potestad no es ilimitada ni absoluta. Ella se circunscribe a la Asamblea local. Junto con la delegación, tene­mos su ámbito propio que determina a la vez su limitación. Mateo 18:18 no es prerrogativa de un don o de uno que posee un minis­terio notable; es asunto del conjunto de los hermanos de la Asamblea local.

También tengamos presente que el Señor delegó esta auto­ridad, pero no delegó infalibilidad en su ejercicio. Y es por eso que si hemos atado con error, también podemos desatar la ac­ción. No se pierde la autoridad conferida por el Señor cuando de­satamos lo que hemos atado con error. Retractarse según la guía del Espíritu, es una virtud loable que habla de grandeza de cora­zón y dependencia al Señor. Aferrarse a la potestad de la Asam­blea local con un sentimiento de orgullo e infalibilidad, conduce a un autoritarismo carnal que no es conforme el Espíritu del Se­ñor. Toda potestad conferida debe ser necesariamente acompañada de la humillación que nos mantiene en la presencia del Se­ñor. Es sumamente triste ver hermanos llenos de un orgullo de posición, que turba el discernimiento espiritual y pretende lle­var las acciones de la Asamblea al erróneo terreno de la infalibi­lidad. Autoridad no es sinónimo de infalibilidad. La legitimidad de la ostentación de autoridad administrativa local, no supone infalibilidad por más que el mismo cielo avale la autoridad con­ferida.

Para finalizar, aclaremos brevemente dos pasajes que algu­nos han utilizado con error. En primer lugar consideremos Deuteronomio 13:12-18. Allí tenemos el mal de idolatría surgiendo en una ciu­dad de Israel, la cual toda la nación debe destruir como anate­ma. Algunos pretenden que es de aplicación actual el principio que si el mal no se juzga en una Asamblea, todas las demás de­ben hacerlo y excomulgar a la primera. Además de no ser ésta una verdad que hallamos en 1Corintios 5, y de no poseer el Nuevo Tes­tamento ningún pasaje que nos autorice a esto, debemos tener presente una inmensa diferencia entre Israel y la Iglesia. En Israel había muchas ciudades locales pero un solo centro divino y lugar en donde el nombre de Jehová había sido colocado (Deuteronomio 12.5; leer todo el capítulo); en tanto que en nuestro tiempo dis­pensacional, cada Asamblea local posee a Cristo como centro di­vino (Mateo 18:20). Y esta verdad nos conduce a considerar por la fe, que siempre hay caminos por los que el Señor mismo puede obrar en cada Asamblea local para resolver cualquier desorden. ¿Podríamos hoy encontrar una Asamblea con los mismos y copio­sos desórdenes como la de Corinto? Sin duda que no. Y no obs­tante el Señor tuvo caminos y remedios para llevarla al orden. Este es el espíritu de fe que debe guiarnos ante cualquier difi­cultad que se presente. Y tengamos presente que no existe exco­munión de Asambleas, ni un grupo de Asambleas puede ejercer una medida disciplinaria sobre otra Asamblea. Tal cosa es extra­ña a las Escrituras. Es posible que en casos excepcionales pueda existir una separación de la comunión respecto de un grupo que sistemáticamente se obstina a perseverar en el mal. Pero esto no es excomunión de Asambleas sino separación del mal que encarna un grupo; un grupo que, por su iniquidad persisten­te, no puede ser reconocido como la Asamblea. Mas creemos que esto lo hace la misma mano del Señor, y no la nuestra.

Otro texto mal aplicado es Deuteronomio 21:1-9. Allí se ordena reali­zar una expiación a causa de un homicidio cuyo autor se desco­noce, y para ello se determinaba la incumbencia de la ciudad más cercana. Se pretende extraer el principio que ante un mal aparentemente no soluble en una Asamblea local, la Asamblea más cercana tiene competencia para obrar. Esto es una entera falacia. Como lo hemos dicho, las ciudades de Israel, salvo Jeru­salén, carecían de un sitio divino local en donde Dios estaba pre­sente en medio, en tanto que ahora, cada Asamblea posee la presencia espiritual del Señor como centro divino. Y esta pre­sencia es todo suficiente para resolver cualquier situación. Ade­más, el caso que hemos citado, exigía que una ciudad se ocupa­se del homicidio cuando había ocurrido en el campo y sin testi­gos. Como el autor del mal se desconocía, no se podía ejecutar el juicio sobre el culpable. En contraste con esto, la esfera y res­ponsabilidad de la Asamblea se reduce al mal conocido. Si no hay autor identificable de un determinado mal, tampoco puede haber el juicio de la Asamblea. Sin testigos, pruebas o confe­sión, no existe la posibilidad de acreditar nada (2Corintios 13:1). El so­lemne hecho de que la presencia espiritual de Cristo está en la Asamblea local, y que ésta posee la potestad conferida en Mateo 18:18, no autoriza a intervenir en otras Asambleas extrañas a nuestra localidad para hacer uso de la potestad que a ella se le ha delegado. No negamos toda la ayuda que una Asamblea cer­cana pueda dar a otra Asamblea en conflicto, pero lo que deci­mos es que jamás una puede tomar la autoridad de la otra. Insistamos en el principio de que no hay autoridad de Cristo pa­ra negar la autoridad de Cristo.

 ANEXO

En nuestro artículo hemos insistido y remarcado el princi­pio de autoridad que reposa en la Asamblea local; y ello, en vis­ta de la necesidad de exponerlo frente a prácticas invasivas y erróneas que lo desconocieron de cuajo. Mas necesitamos a la vez decir algo de enorme importancia, sobre todo para un tiem­po de ruina tan grande como el que hoy atraviesa la cristiandad. Y al respecto, si bien confirmamos el principio que hemos ex­puesto en este artículo, también reconocemos que en un día de ruina de la cristiandad profesante, la autoridad para juzgar y obrar reside más propiamente en la misma Palabra de Dios que en los que la profesan. Esto se ve bien desarrollado en la Segun­da Epístola de Pablo a Timoteo, e incluso en los mensajes a las siete Iglesias que hallamos en Apocalipsis. La Iglesia o Asamblea en su estado normal, es la expresión de la autoridad misma de Cristo por medio de la Palabra de Dios; en el sentido que ella es llamada a juzgar y conducirse de acuerdo a esta bendita Pala­bra. Mas en un tiempo de grande ruina, cuando la Palabra de Dios es dejada a un lado, el individuo mismo que se somete a ella, es el principio de juicio que puede discernir el estado de aquello que presente ser la Asamblea de Dios. Cuando la verdad es abandonada, y lo que profesa ser la Asamblea la deja a un la­do, el fiel mismo tiene mayor autoridad para juzgar el estado de las cosas por la Palabra. Esto no quiere decir que él reemplace la autoridad administrativa de la Asamblea, pero el juicio con­forme Dios está allí donde se obra conforme a la verdad. Por eso, ante el gran desorden de los corintios, Pablo pudo juzgar en su espíritu, según Dios, el caso de inmoralidad, antes que lo hi­ciera la Asamblea. En fin, en su estado normal, la Asamblea juz­ga por la Palabra; en la ruina, la Palabra juzga lo que profesa y pretende ser la Asamblea.

“Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda pa­ciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amon­tonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2Timoteo. 4:1-4).

 R. Guillen