EL ORNATO DE DIOS
“Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando vuestra conducta casta y respetuosa. Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza. Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo” (1ra Pedro 3:1-7).
“Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda. Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad. La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación con modestia” (1raTimoteo 2:8-15).
LA ACTITUD DEL FIEL FRENTE LA VERDAD DE LAS ESCRITURAS
Hay aspectos de la doctrina y de la vida cristiana que tienen su sólida base en las Escrituras, pero que muchas veces son voluntariamente acallados y hasta despreciados, desde que la flagrante y manifiesta desobediencia a los tales, hacen las conciencias evidentemente malas. El silencio voluntario sobre estos temas se impone como una mordaza sobre el ministerio, cuando existe el deliberado cuidado de no enseñar aquello que inquiete a los que escuchan, pues suele buscarse más la aprobación personal que la franca exposición de la verdad de Dios. Lo cierto es que hay pasajes de las Escrituras que ponen en evidencia nuestra desobediencia, y por eso desearíamos que no estén ahí; y en este sentido, los “olvidamos voluntariamente”, quitándolos de la senda práctica, del ministerio y de toda forma de enseñanza, pues no buscamos tanto la gloria del Señor por la obediencia a su verdad, como la justificación de mi andar y el concepto que espero que otros tengan de mí. O pudiera ser, que el silencio se impone cuando experimento la incomodidad que estos mismos temas generan en mi propia conciencia, cuando yo mismo he dejado de aprobarlos y sostenerlos como verdad de Dios. Podremos coincidir, que no siempre será oportunidad para tratar ciertos temas de las Escrituras, pero a la vez, somos firmes en sostener que todo tema de las Escrituras tiene su oportunidad.
La voluntad perversa del hombre, se manifiesta cuando se quita toda posibilidad a una determinada enseñanza de la Palabra de Dios. Repetimos. Es cierto que no siempre es oportunidad para abordar cualquier cuestión puntual de las Escrituras, pero a la vez, toda cuestión puntual de las Escrituras tiene su oportunidad. La iniquidad en el asunto, está en el hecho de que la voluntad propia excluye toda oportunidad a ciertas enseñanzas y cuestiones de la Palabra, que la misma Palabra contiene y nos ha concedido para nuestra instrucción. Mas la respuesta a esto, es que la materia para el ministerio es la misma de la Palabra de Dios, y la autoridad del ministerio reside en esa misma Palabra que Dios ha inspirado. Y si una enseñanza está ahí, conforme el lugar que Dios le ha concedido en la divina revelación, ha de tener también su correspondiente lugar y oportunidad en el ministerio.
Así como en las Escrituras cada asunto tiene su propio lugar, y nadie puede quitarlo de allí (Apocalipsis 22:18-19), así también cada asunto que trata la Palabra de Dios ha de tener necesariamente su oportunidad en el ministerio. Y en este sentido, volvemos a insistir diciendo que cualquier cristiano que ministra la Palabra, sabe que no siempre será oportunidad para todo tema; pero a la vez, sabe que todo tema tiene su oportunidad. El cristianismo no es el azar sino la voluntad de Dios y la guía del Espíritu, que, por medio de los dones de Cristo, nos otorgan las enseñanzas de la sana doctrina en todo su conjunto. Es más. No podemos quitar un tema de las Escrituras sin afectar directamente a otros. La verdad de la revelación divina en una suma de verdades que ocupan su propio y distintivo lugar, y que a la vez están íntimamente conectadas en una armonía perfecta con y en todo el conjunto. En este sentido, observaremos que el tema que nos ocupa en esta ocasión, el atuendo de Dios para la mujer creyente, va indisolublemente ligado a su piedad interior delante del Señor, al asunto del orden de primacía y sujeción, a la armonía conyugal, al testimonio de la esposa fiel frente a su esposo incrédulo, al testimonio ante el mundo, y a la santificación personal.
Es imposible desconectar un asunto cualquiera de las Escrituras de todo el cuerpo de las mismas. Para el Señor no existe obediencia selectiva, pues la desobediencia voluntaria en un punto siempre afecta a muchos otros, por no decir, al cuerpo completo de la revelación. No podríamos decir que una cuestión que las Escrituras tratan, sea superfluo o sin importancia. Si es que la Palabra de Dios ha tenido el cuidado de tratarlo, es porque la voluntad y autoridad de Dios ha querido darnos la verdad sobre el tal. ¿Acaso la Palabra de Dios no es la expresión misma de su pensamiento, de su voluntad, y de su autoridad? Si reconocemos tal cosa, no tenemos ninguna autoridad para negar, dejar de lado, o quitar del ministerio y de la vida práctica cualquier asunto que las Escrituras tratan.
LA CUESTIÓN DE LAS VESTIDURAS BAJO LA LEY Y EL CONTRASTE CON EL CRISTIANISMO
“No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Deuteronomio 22:5).
Como ocurre en todo asunto de la vida del fiel, siempre encontraremos grandes contrastes entre lo que es en la ley mosaica respecto de lo que es en el cristianismo. Todo lo que pertenece a la vieja economía legal, generalmente pone su acento en las formas exteriores, en tanto que en el cristianismo, toda cuestión comienza desde los principios morales que suponen el vínculo establecido con el Señor bajo los bienes de la redención, y los principios de piedad interior que encuentran su fuente en la misma revelación de la verdad de Dios. En el judaísmo, con todo su sistema de culto y ordenanzas, el vínculo con Dios era principalmente a través del ritual y la observancia de tales ordenanzas. El acercamiento a Dios era esencialmente por ceremonias, sacrificios y preceptos, que ponían su acento en las formas exteriores.
En el cristianismo, todo se relaciona con la vida divina ya presente en el creyente, y en consecuencia, con sus manifestaciones en la senda práctica. Y todo esto, es importante tener en cuenta a la hora de tocar el tema del atavío, pues aunque se trate de una cuestión exterior, hallamos principios bien distintos cuando contrastamos las prescripciones de la ley frente a lo que corresponde propiamente al cristianismo. En el primer caso, siempre encontraremos el acento puesto en la norma misma y su forma exterior; en tanto que en el segundo, será la piedad interior lo que gobierna la cuestión.
“No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Deuteronomio 22:5). Al considerar este texto, podemos apreciar que bajo la ley mosaica, Jehová, el Dios de Israel, demandaba mantener la forma exterior que diferenciaba el atuendo de la mujer respecto del que pertenecía al varón. Y ello, conforme la usanza que en el tiempo se imponía. No se dice cuál era el traje de hombre ni cuáles eran las vestiduras de mujer, pero se apela a lo que socialmente era entonces propio del uso diario. El asunto ponía su acento en el hecho de mantener en lo exterior y visible, las diferencias de lo que particularizaba la forma de vestir propiamente de un varón y de una mujer. La cuestión llegaba hasta ahí, y no iba más allá. No tenemos aquí tanto una raíz profunda en la piedad personal que relaciona con Dios, sino una forma exterior que se demanda legalmente.
Y ello, de acuerdo a lo que a Dios le agrada y a lo que le es abominación. En el cristianismo, el asunto es completamente distinto, pues todo comienza con el estado de alma y su relación con Dios; y en consecuencia, tenemos la manifestación exterior del atuendo como expresión directa de la piedad interior. Y esto, en el ámbito cristiano, ubica el asunto desde un principio en la esfera moral, para luego quedar exteriorizado conforme los dictados de esa piedad interior.
EL ATAVÍO EN EL CRISTIANISMO
Comencemos considerando el primer texto que citamos. “Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando vuestra conducta casta y respetuosa. Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza. Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo” (1ra Pedro 3:1-7).
Lo primero que podemos advertir en cuanto al asunto, define y confirma todo lo que hemos venido diciendo. Notemos que hallamos aquí un principio de especial importancia: no podemos separar el estado interior de la mujer creyente, su piedad delante de Dios, sus relaciones con su esposo, su conducta y testimonio práctico, de lo que respecta a su atavío exterior. Su verdadero atavío y ornato, está en su ser moral, en un corazón que se caracteriza por un espíritu afable y apacible. De modo que tenemos una perfecta correspondencia entre su condición moral, sus relaciones con Dios y con los hombres, su conducta y testimonio, respecto de la forma de vestir exterior. Es de importancia capital entender esto, porque estos son justamente los principios del atuendo femenino en el cristianismo. El asunto para nada se reduce y relaciona con un cumplimiento formal y exterior, sino con un estado de alma; aunque tal estado de alma va en plena armonía con las manifestaciones exteriores.
“Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando vuestra conducta casta y respetuosa” (versículos 1-2). Es interesante ver entonces, que la exhortación del apóstol comienza teniendo por centro lo que no se ve: el estado moral de sujeción de la mujer creyente frente a su marido incrédulo. Ella no es considerada en un terreno de independencia, sino bajo la relación de sujeción que debe a su esposo. Un espíritu en rebelión que desconozca la sujeción que debe a su cabeza, no puede ser vehículo de la gracia de Dios para ganar, por su conducta, al esposo incrédulo. Y bien sabemos, que la conducta exterior es siempre consecuencia del estado interior. Solo puede haber conducta casta y respetuosa, allí donde hay un estado de obediencia a Dios y sujeción al esposo. Entendemos por conducta casta, esa que es pura, sin falta, inmaculada; y conducta respetuosa, la que supone sano temor y reverencia. Sin duda, son estos los dos pilares morales más poderosos de la piedad cristiana de la mujer creyente. E inmediatamente, en conexión con ello, Pedro menciona cuál no debe ser el atavío de la mujer creyente. Y esto, porque evidentemente hay una conexión moral directa entre el estado interior y el atavío exterior. Entonces, veremos que el espíritu afable y apacible es el atavío del cual Dios se agrada, y no ese exterior que busca la vana ostentación y el lujo.
“Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1ra Pedro 3:3-4). Es sumamente interesante considerar cómo Pedro presenta el asunto, ya que no reduce la cuestión del atuendo femenino a un reglamento de permisiones y prohibiciones exteriores, sino que pone el fundamento en esa piedad interior que en verdad agrada a Dios. En realidad, Dios ve el atavío y ornato interior, agradándose en gran manera en ese espíritu afable y apacible que halla en la creyente fiel. La mansedumbre interior y la sujeción, es el más precioso ornamento delante de los ojos de Dios; y puedan estar seguras nuestras hermanas, que no hay otro mejor. El estado de rebeldía e insubordinación interior, es justamente lo que Dios no desearía encontrar en ellas. La Palabra dirige los ojos de la creyente a su estado interior, a fin de que se ejercite en estas verdades, de modo que, antes que nada, agrade a su Dios y no a los hombres. Dios no podría ser agradado por la ostentación y los lujos exteriores, pero los hombres sí lo son. Dios no reconoce como el atavío y el ornato de la mujer, aquello que es pasajero y corruptible, aquello que se pueda mostrar fuera, sino que se agrada en lo que es incorruptible. Es ese espíritu manso, afable y apacible lo que Él estima en gran manera. El peinado ostentoso, los adornos de oro, los vestidos lujosos no son de ningún valor en la estimación divina. El ojo de Dios está en su espíritu. Es precioso que toda hermana pueda ejercitarse en esta verdad. El ojo de Dios mira su espíritu y no su atuendo exterior; el hombre justamente procede al revés, él pone su vista en lo que es exterior y vano. La ostentación y el lujo no son la regla cristiana, pues de sí, expresan un estado de alma que, en su orgullo y vanidad, busca notoriedad o distinción exterior; cosas con que se procura captar las miradas y el interés carnal de otros. Notemos de qué manera tan interesante, Pedro conecta entonces el estado interior de alma, el ornato interior, con el atavío exterior.
“Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza” (1ra Pedro 3:5-6). Aquí el Espíritu habla a la cristiana dirigiendo sus ojos de la fe, hacia las mujeres piadosas de la antigüedad, para hablarles de ese atavío interior que Dios mismo valora y del cual se agrada. Se recuerda entonces el atavío de aquellas santas mujeres de la antigüedad, que tenían su fe puesta en Dios y permanecían sujetas a sus esposos. Se nos da el notable ejemplo de Sara, que obedecía a Abraham, llamándole señor. Esto es verdaderamente admirable, pues cuando consideramos la historia de Abraham y Sara, nunca leemos que Sara, de una forma audible en lo exterior, le haya dicho “señor” a Abraham. Justamente el único pasaje en que ella se refiere a él como “señor”, acontece cuando le llama así en su corazón, y no en su boca. “Se rió, pues, Sara entre sí, diciendo: ¿Después que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo?” (Génesis 18:12). Esto nos ofrece una importantísima enseñanza, pues el título de “señor” con que Sara llamaba a Abraham, no era una fórmula exterior en su boca sino una actitud profunda en su corazón. Si ella le podía llamar “señor” en su mismo corazón, en sí misma o entre sí, cuando Abraham no estaba directamente presente en la escena, es porque en verdad le tenía por tal. Y le tenía por tal, en la profundidad de su ser moral. Advirtamos que los principios cristianos no miran la formalidad exterior del atuendo que estableció la ley, sino que va más allá, al tiempo de los patriarcas, para hacer notar que la raíz misma del ornato de una mujer piadosa está en la fe a su Dios y la sujeción a su esposo. Esto es en verdad muy precioso y solemne, porque si tal cosa está en el corazón, una mujer piadosa no recurrirá a la ostentación y el lujo, ni a lo que falta al pudor o pureza. El ejercicio en la fe y la sujeción, no requiere de exhortación que prohíba vestiduras de ostentación, de vanagloria, o impudorosas; pues de sí, la genuina piedad moverá el atuendo exterior conforme ese incorruptible ornato interior que es de grande estima ante los ojos de Dios. En fin, la forma de vestir de una mujer pone en evidencia su estado de alma ante Dios, su esposo, y los hombres.
Volvamos a nuestro pasaje para notar un detalle más: “de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza.” Esto es muy bello, pues se conecta la piedad, la fe, y la sujeción de Sara, directamente con el carácter moral de la mujer cristiana. No se trata simplemente de una referencia lejana sino de “una piedad que engendra piedad”, de un ejemplo moral que ha de repetirse y reproducirse en cada mujer de Dios, y en cada generación. Así, la mujer cristiana, en este sentido, es colocada en la condición de “hija de Sara”. Si se conduce como Sara, su misma piedad le será de buena conciencia en sus relaciones con Dios y con su esposo. Ella no temerá ninguna observación ni amenaza de su cabeza temporal (su marido), si camina en la piedad de Sara. De modo que podemos notar, cómo el asunto del ornato y el atuendo de la mujer cristiana, no se reduce a una fórmula exterior, a una prohibición de la ley mosaica, sino que tiene su raíz viva en la fe delante del Señor y la sujeción a su esposo. Y tal raíz, echará su indudable fruto en su atavío exterior. Hay, como hemos visto, una conexión indisoluble entre ese estado de alma interior y el atuendo exterior.
En el cristianismo no se pueden separar ambas cosas; ellas están indisolublemente unidas y asociadas. Si ponemos el acento en principios o reglas de atuendo exterior, caemos inevitablemente en legalismo que engendra hipocresía; y si solo quisiéramos quedar con el asunto del ornato interior, como excusa de libertinaje para el exterior, evidentemente esto es la relajación y la mundanidad. Pero justamente la relajación y mundanidad exterior, dan cuenta que en realidad no existe la genuina piedad interior. Disociar el ornato exterior del interior es justamente la hipocresía que pretende una piedad que no se tiene.
Consideremos ahora el otro texto que, en relación a nuestro tema, citamos en un principio. “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda. Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad. La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación con modestia” (1ra Timoteo 2:8-15). De todo este pasaje de la epístola de Pablo, arribamos a conclusiones muy semejantes a las que el apóstol Pedro nos presentó en la suya. Hay una conexión indisoluble entre el estado de piedad interior y el atuendo exterior, entre el acatamiento del orden divino de primacía y sujeción, respecto de la profesión exterior. El cristianismo es en verdad una unidad de piedad y profesión, de estado moral y de frutos visibles. En tanto que la hipocresía religiosa siempre disocia ambas cosas, el genuino cristianismo sostiene tal unidad. Por eso, el cristianismo verdadero no es la hipocresía de la religión, pues sus principios confirman a cada paso, que la piedad interior no puede ser disociada del andar que se expresa en las obras, en la profesión, y en el testimonio de esa piedad ante los ojos de Dios y de los hombres. La disociación de esto, es el fariseísmo, es la falsa piedad, es la hipocresía, es el estado laodiceano que pretende una riqueza que no tiene, una piedad que no existe. Cuando la conciencia y el corazón se han desvinculado de la poderosa influencia de la presencia y la autoridad de Cristo en el ser moral, tenemos el camino de la hipocresía y la iniquidad.
“Que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad. La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio.” Advirtamos cómo el asunto de la primacía del varón y la sujeción de la mujer, está directamente unido a la cuestión del atavío de las creyentes. Su verdadero atavío es el de las buenas obras; es decir, ese atavío que va en perfecta armonía con la profesión de la piedad. La piedad es esa actitud moral que refiere al Señor, que tiene en Él mismo su fuente, que conforma el estado moral y las disposiciones interiores que determinan los motivos profundos del espíritu y la conducta.
En este pasaje, podemos decir que hallamos varios principios sobre el atavío de la mujer cristiana, que ponen una vez más en evidencia, esa correspondencia entre el estado de piedad de interior y el atuendo que lo expresa: decoro, pudor, modestia, ausencia de ostentación, ausencia de elementos costosos, buenas obras. El decoro habla aquí de una disposición armoniosa y ordenada, que no da lugar a excesos, a extravagancias ni ostentaciones. El pudor, supone un carácter moral subjetivo pero que considera a los otros, en donde hay el freno interior de la sana vergüenza. Es decir, el cuidado que pone límites a lo que es impropio que se manifieste exteriormente. La modestia, tiene que ver con la cordura, es un recto juicio que controla y refrena los excesos de los impulsos, pasiones y deseos del yo. De modo que podemos advertir cómo un vestido o atuendo exterior y material, tiene su conexión directa con virtudes morales que ponen límite a los excesos, y a las manifestaciones y criterios de la vieja naturaleza adámica. Notemos que en el cristianismo, se da carácter a la ropa ligándola a virtudes morales que expresan la piedad interior. Entonces, las Escrituras hablan de “ropa decorosa”, de un atuendo que responde al pudor y la modestia. Luego leemos: “no con peinado ostentoso”. Esto importa el excesivo arreglo del cabello. “Ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos”, supone no dar lugar a la ostentación de grandeza, de riqueza y de lujo. La ostentación, importa la exhibición de alguna forma de grandeza que pretende captar la atención de otros. Es hacer notorio y patente algo para lucimiento y grandeza personal. Luego tenemos el verdadero atuendo: “con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad.” Aquí la piedad se relaciona con temor y reverencia de Dios; supone un estado de alma dispuesto a Dios, que tiene a Dios mismo por centro de la vida interior, y que inspira tanto el carácter moral como las manifestaciones de ese carácter por medio de las obras. Es sumamente interesante entonces, observar cómo en el cristianismo el atuendo femenino no puede de ninguna manera ser disociado de esa disposición de alma hacia Dios. El atuendo de la mujer cristiana comienza en su mismo vínculo moral con Dios, y de ninguna manera puede salir de allí. Si así fuere, si disociase toda relación con Dios, entonces su atuendo no expresaría lo que es conforme a la piedad, conforme al Señor mismo le inspira como centro de su vida moral. Esto es muy bello de considerar, porque no se trata de principios que pongan reglas exteriores, sino de la manifestación misma de la piedad interior, la manifestación misma del vínculo que tiene al Señor mismo por centro de toda la vida interior.
Lo que viene luego es el asunto de la primacía y la sujeción (versículos 11-14), cuyos principios tienen su raíz en la creación y en la caída. Y esto, porque como hemos dicho, el atuendo de la mujer de fe se vincula directamente con su piedad interior delante de Dios; y ello, pasa necesariamente por tomar su lugar en el orden de primacía y sujeción que Dios mismo establece para el presente orden creacional. “Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión.” De modo que podemos ver claramente, cómo en el cristianismo el atuendo va indisolublemente ligado al vínculo moral con Dios y la posición de sujeción en que el orden de primacía divino ha colocado a la mujer. Y asimismo, hay para la mujer piadosa, promesa de protección durante la hora de los riesgos terrenales que suponen la maternidad. “Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación con modestia.” Su piedad misma, es una protección frente a los riesgos temporales que supone el engendramiento de los hijos. Es esta una salvación de carácter temporal, que está en relación a los peligros que de sí comprometen la gestación y el alumbramiento de los hijos. El Señor tiene especial cuidado de las creyentes que andan en piedad.
En fin, llegamos al final de estas consideraciones sobre el ornato de Dios para la mujer creyente, diciendo a modo de conclusión, que no podemos separar el atuendo exterior respecto de la piedad interior que la vincula con el Señor, y con el principio de sujeción a la cabeza bajo la cual el orden divino de primacía la ha colocado. El ornato interior y el atuendo exterior conforman una unidad en la verdadera piedad de la fiel cristiana, que demarca su lugar y posición ante Dios y los hombres. Su lugar adorna de manera notable los principios que gobiernan la piedad y el testimonio visible del cristianismo, ante este mundo contrario a Dios y a los fieles.
“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1ra Tesalonicenses 5:23).