EL ORDEN DIVINO EN LA CREACIÓN
Y EL ORDEN DE LA CREACIÓN EN LA ASAMBLEA
I. INTRODUCCIÓN
“Quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo” (1Corintios 11:3).
Es nuestro propósito en esta oportunidad, abordar el asunto del orden de primacía y sujeción que impera en las relaciones que surgen como consecuencia de la misma creación, y que expresan el pensamiento de Dios mismo en ella, conforme sus soberanos e incuestionables designios. Dicho de otra manera, Dios establece su orden en la creación por medio de principios de autoridad, primacía y sujeción que reglan las relaciones de lo creado, según le ha placido delegar su misma autoridad y establecer lo que le representa y manifiesta su gloria; y todo ello, conforme a sus mismos pensamientos y designios. Y como puede verse en las Escrituras, hay dos formas en que Dios establece principios de orden y primacía en el orden de la creación. Una de ellas, es delegando su autoridad y la representatividad de sí mismo sobre el principio desnudo de su soberana obra creadora; y otra, introduciendo juicios que castigan y ponen freno al mal, una vez que el pecado entró en la humanidad y minó la naturaleza del hombre con todas sus relaciones. Todo esto, hablando en lo que respecta al lugar del hombre y sus relaciones en esta creación, pues hay en verdad la introducción de nuevos principios de orden y primacía que surgen como consecuencia de la redención, y que especialmente se observarán en el Estado Eterno. Si bien en el terreno de la redención, tenemos principios que fundan todo un orden nuevo en una nueva creación (Apocalipsis 21:1-2; 2Pedro 3:13), tenemos otros, que en tanto no llegue esa nueva creación y el hombre permanezca en conexión con la actual, persisten y prosiguen en plena vigencia. Estos principios persisten en relación indisoluble a la presente creación; pero a su tiempo, cederán el lugar a nuevos que tienen que ver con una nueva creación. Y como veremos, la Asamblea o Iglesia de Dios por más que esté fundada sobre los principios de la redención, no constituye un ámbito de excepción al orden que impera en las relaciones de primacía que son según la creación, sino que por el contrario, es el receptáculo mismo donde tal orden es llamado a persistir y ser expresado de manera manifiesta en tanto que ocupe circunstancialmente el escenario de la presente creación. Tal orden es llamado a persistir en la Asamblea o Iglesia como la más pura expresión del mismo, cuando justamente tanto la ruina del hombre adámico como de la cristiandad responsable, se han ocupado y se ocupan de transgredirlo, negarlo y alterarlo. La rebelión del hombre contra los principios de primacía que Dios ha introducido en la creación, supone justamente el desarrollo y la marcha progresiva de la iniquidad anárquica en el mundo, y de alguna manera también se relaciona con la apostasía en la cristiandad. En el mundo incrédulo se diluye todo principio de autoridad, de modo que se observa ese progreso del mal que rompe todo canal contendor que pone freno al mal, y conduce a la anarquía de la propia voluntad; y en cuanto a la cristiandad, la transgresión del orden divino en las relaciones de primacía y sujeción, es la base moral del progreso del mal que le lleva a la más decidida apostasía. El asunto no es gratuito, pues la subversión del orden divino en el aspecto del gobierno humano, lleva a la anarquía; y en el orden de la fe, a la apostasía.
En relación a todo este asunto que hemos planteado, no ignoramos que el tema ha originado no poca controversia entre los cristianos, pese a que las Escrituras son claras en esta materia. Las controversias que han surgido ponen en evidencia que muchas veces deseamos por sobre todo cumplir nuestra propia voluntad y criterio, antes que sujetarnos y ponernos bajo dependencia de la autoridad de la Palabra de Dios y del orden divino que hemos de acatar y expresar en un mundo decadente y en una cristiandad ruinosa. Mundo y cristiandad que no hacen más que pretender borrarlo y quitarlo, cuando es Dios mismo quien lo ha establecido. Y si bien reconocemos que pudiera haber dudas sobre el asunto, quizás lo que más ha afectado la comprensión y sujeción al orden divino de primacía, es el espíritu de rebelión que gobierna tanto el corazón caído del hombre incrédulo como el del cristiano que retrae su conciencia de la autoridad de la Palabra de Dios. Retraer la conciencia de la autoridad de la Palabra de Dios, importa dejarse arrastrar por los criterios propios de ese progreso del mal que se observa en todos los estamentos de este mundo y de la misma cristiandad profesante.
II. EL PRINCIPIO DE ORDEN
“Dios no es Dios de confusión, sino de paz”(1Corintios 14:33). “¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría” (Salmo 104:24).
Para seguir adelante con nuestro tema, es importante tener presente que Dios mismo es un Dios de orden, y que Él, en primer lugar, lo ha expresado de una manera clara en y por la creación. La creación misma es la primera manifestación visible y concreta de su orden. Es su orden el que Él ha introducido allí, conforme a su pensamiento, conforme a lo que Él mismo es como Dios de orden; un orden que Él mismo establece en pleno acuerdo con su poder, su sabiduría, su voluntad. Y para nada es el orden que el hombre hubiese querido o deseado, según los anhelos de su capricho. El orden divino se expresa en la creación, y la creación expresa el orden del Dios que la ha hecho. Entonces, la creación misma es la primera manifestación del poder, de la sabiduría y del orden de Dios; orden, que ha establecido según sus soberanos pensamientos, designios y propósitos. Y en tal sentido, hay un perfecto concierto, armonía y disposición de todos los elementos de la creación, ocupando cada ser y cada cosa su propio lugar según principios que reglan su naturaleza creada y sus relaciones con todo lo demás. La idea de orden, supone necesariamente la presencia de una inteligencia y autoridad superior que lo genera, que lo establece, que lo sostiene; y ello, conforme a principios que articulan ese concierto y armonía en la disposición de las cosas creadas tanto en general como en particular, y de las relaciones y vínculos con que éstas se involucran entre sí y con el mismo Creador. Todo orden requiere de una inteligencia superior que lo establece en poder y autoridad, y que demanda que los actores involucrados en ese orden, ocupen su propio lugar y establezcan sus relaciones conforme a los principios de primacía y sujeción que las reglan. Hay aspectos del orden creado que están sujetos a principios que no son voluntarios, sino que las cosas de sí lo ostentan por creación (es decir, por los principios mismos que mueven su naturaleza creada); pero otros, tienen que ver con responsabilidad, con delegación de autoridad y voluntario acatamiento y sujeción a los principios divinos que lo establecen. Y al expresar así el asunto, sin duda que aparece la cuestión del hombre como sujeto que recibe delegación de autoridad divina bajo responsabilidad, tanto para ejercer primacía o señorío, así como para sujetarse a lo que está por sobre él mismo. Entonces, notemos que el orden que existe sobre todas las cosas se relaciona con varios aspectos, pero sobre todo marquemos dos. Por un lado tenemos los principios de la naturaleza misma de las cosas creadas, y por otro los principios de delegación de autoridad que atañe a seres responsables dotados de inteligencia y voluntad; y por lo tanto, en este último caso, hallamos el principio del acatamiento responsable y voluntario del orden de Dios. Desde el momento que Dios es la exclusiva fuente de autoridad que establece un orden conforme a su voluntad, y que Él delega en seres creados inteligentes aspectos de administración y gobierno en la creación, ello supone entrar en el terreno de la responsabilidad. Todo orden supone una autoridad inteligente que lo establece, pero también es necesario que los sujetos responsables que están involucrados en el mismo, lo reconozcan y reconozcan la autoridad delegada bajo responsabilidad. Y esto siempre impone la necesidad de la sujeción. De modo que hay ese aspecto del orden divino que solo puede ser mantenido en el reconocimiento de la primacía divinamente establecida, y en la sujeción de aquellos que la deben.
“Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos” (Romanos 13:1-2). En este pasaje hallamos el llamado a reconocer el principio de autoridad que, por delegación, Dios ha confiado en el gobernante del mundo; asunto, que impera en la presente creación. Esto, nos es sumamente útil para observar que la única fuente de la cual mana toda autoridad, es Dios mismo, y que Él, soberanamente, es quien de manera lícita realiza toda delegación de la misma, a la vez que demanda sujeción responsable de los que han sido colocados bajo autoridad. Y todo ello responde a su propósito de establecer y mantener un orden de acuerdo a su pensamiento. ¿Qué sería otorgar autoridad sin que ella vaya acompañada del mandato de sujeción que los subordinados le deben? En tal caso no se podría poner en ejercicio la autoridad delegada, y la libre voluntad, lejos de sujetarse al orden que Dios establece, originaría un gran caos. La insubordinación de los que deben acatar la autoridad importa necesariamente negar el orden de primacía y gobierno que Dios ha introducido en la creación. Por eso, cuando Él delega autoridad bajo un propósito y principio, hay la responsabilidad de sujetarse por parte de aquellos que han sido colocados bajo la misma. En otras palabras, Dios delega y establece un orden de primacía y autoridad en varios terrenos de la creación, pero a la vez, llama a los que están bajo autoridad, a reconocerla y someterse. Mas siempre recordemos que hay responsabilidad tanto en el que recibe la delegación de autoridad como en el que debe acatarla. Cuando es así, cuando la primacía y la sujeción son acatadas y reconocidas concretamente, el orden de Dios es expresado de acuerdo a sus pensamientos. No hablamos ahora del conflicto de la genuina fe frente a la autoridad que pretende intervenir en contra de la obra, los intereses, o la verdad de Dios; pues en tal caso, la desobediencia del fiel no es una opción sino una necesidad divina (Hechos 4:19). Pero no tratamos aquí este asunto, pues no concierte directamente al tema que estamos desarrollando. Ahora queremos hacer notar la relación que existen entre el principio de primacía y autoridad frente a la sujeción debida a la misma, como fundamento que sostiene todo orden que responde al los designios de Dios en la creación.
Podríamos hablar del orden de Dios en varios terrenos, pero en esta ocasión nuestro propósito es considerarlo en la creación, y cómo el tal afecta e involucra la vida del cristiano y la vida de la Asamblea misma. Cada creyente, cada cristiano es llamado a sujetarse a tal orden. Y es llamado a sujetarse no como una opción o posibilidad, sino como la apelación a aquello que hace buena la conciencia ante el Dios que lo establece y lo demanda de nosotros, pues se trata del orden de primacía y sujeción que expresa su propio pensamiento en la creación y en las relaciones que pertenecen a esta creación. Orden que, como hemos dicho e insistimos, persistirá en tanto que la creación actual no sea removida. Es decir, que el orden de Dios en la presente creación persistirá tanto y en tanto que esta creación exista. Y como veremos, el cristiano en particular así como la Asamblea (por más que ella sea ese misterio que pertenece a los consejos eternos de Dios relacionados con la redención) son llamados a expresar el orden de primacía y sujeción que Dios ha establecido en esta creación, todo el tiempo que ella persista. Y en este sentido, ya se trate de Israel o de la Asamblea de Dios, de la ley o de los principios de gracia, tal orden es sostenido y nunca negado ni modificado, sino por el contrario, confirmado y enriquecido. Y esto, porque los vínculos y relaciones de primacía introducidos y ligados a la creación guardan siempre su lugar en la creación misma. Y es de importancia decisiva insistir, que las nuevas relaciones que Dios introdujo tanto bajo la ley como en el cristianismo, nunca entran en conflicto con el orden de primacía que regla las relaciones que son por creación. En cada dispensación podrá haber nuevos principios de primacía y sujeción, mas los que son por creación persisten a través del tiempo sin entrar en conflicto con toda nueva forma de trato que Dios introduce a través de los tiempos. Es verdaderamente un principio de iniquidad, pensar que la redención ha modificado el orden divino que Dios introdujo en la creación. Admitimos que en la Nueva Creación todo responderá a un nuevo orden de Dios, donde el solo hecho de que ya no exista en ella hombre ni mujer, ni ningún otro accidente de las circunstancias de la presente creación (raza, nacionalidad, idioma, etc.), necesariamente llamará a un completo olvido de los principios de primacía y sujeción relacionados con la actual creación. Pero en tanto que ella permanezca, nunca el orden inicial que involucra a la misma y es parte esencial de ella, ha sido alterado; sino que por el contrario, es confirmado constantemente por la misma Palabra de Dios.
III. EL ORDEN DE LA CREACIÓN EXPRESA EL ORDEN DEL DIOS QUE ES UN DIOS DE ORDEN. LA CREACIÓN DEL HOMBRE EXPRESA EL ORDEN DIVINO DE PRIMACÍA Y REPRESENTATIVIDAD ANTE LA CREACIÓN
“Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). “¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría” (Salmo 104:24). “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría”(Salmo 19:1-2).
El hecho de que la tierra de la creación primigenia viniera a ruina y desorden, y que Dios en seis días reordene todas las cosas haciéndola habitable y estableciéndola como el escenario donde se cumplen todos sus designios para con la humanidad, nos habla de sí del poder con que Él introduce y produce un orden conforme a tales designios (Génesis 1:1 con Génesis 1:2-31). Él establece todas las cosas según un orden que prevé el cumplimiento puntual de sus designios a través del desarrollo del tiempo. Esto pone en evidencia, que no solo Dios es un Dios de orden sino que posee todo poder para establecerlo; y para establecerlo con sabiduría, de modo que cada uno de sus propósitos sea cumplido perfectamente en su precisa oportunidad; y todo ello, pese a la entrada del pecado y la ruina de la humanidad. Y es verdaderamente interesante considerar que nada de lo creado ha escapado a este orden. La creación de los cielos y ese estado que surge del reordenamiento de la tierra caótica, pone en evidencia que todo lo que Dios hizo, todas sus innumerables obras, y absolutamente todas sin excepción, declaran su sabiduría y cuentan su gloria. Justamente el poder divino manifestado cuando no había nada, e introducido donde había caos, genera un perfecto orden en todas las cosas creadas; y eso habla no solo de poder en sí sino también de la inteligencia y sabiduría de ese Dios que establece y restablece su orden en la creación. La obra manifiesta el carácter del que la hace y consuma. Por eso, la creación misma habla del poder y la sabiduría de Dios para establecer su orden en ella, en perfecta conformidad con sus pensamientos y designios. En fin, concluyamos este aspecto que tratamos, diciendo que la creación es la primera expresión y manifestación del poder y de la inteligencia de un Dios expresados en la perfección de un orden que se impone en todo lo creado; un orden que se advierte por sí mismo en las cosas hechas. “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20). Notemos y reparemos en el hecho de que de alguna manera la naturaleza divina e invisible de Dios, se refleja con claridad en el orden y disposición de todo lo creado. Su poder, su Deidad, su sabiduría, pueden ser conocidos por su misma obra. Y en relación a todo este orden, aparece el hombre como parte de él. Y no solo como una simple parte, sino como un representante de Dios mismo en la creación, puesto que es hecho a imagen y semejanza de la Deidad. Su misma creación tuvo en vista el hecho de que tal cosa respondería a un solemne principio de orden y primacía, pues fue creado conforme al consejo de la Deidad que tuvo en vista su señorío sobre todas las criaturas. “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo; Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:26-28).
Para entender el orden de Dios en la presente creación, es importante tener presente este punto de partida, pues la misma creación del hombre responde al señorío y orden de primacía que la Deidad misma le ha confiado y en el que le ha colocado respecto a todo lo creado, a fin de que en su representación ejerza tal señorío y primacía. Notemos en este sentido, que en oportunidad de crear al hombre, el consejo de la Deidad aparece como un asunto de especial distinción y excepcionalidad en medio de los seis días de reordenación de la tierra caótica. No se menciona tan especial consejo y detenimiento en oportunidad de ser creados los otros vivientes, pero en cuanto a la humanidad, el asunto expresa y reviste grande solemnidad, pues Dios introduce en la creación una criatura singular que es hecha conforme a su imagen y semejanza. Y notemos que inmediatamente se dice: “y señoree en los peces del mar...etc.” Evidentemente, esta capacitación moral de facultades tan especiales que le asemejan a Dios (inteligencia, voluntad y afectos), tiene en vista de que el hombre exprese ante la creación lo que es Dios; y relacionado íntimamente con ello, ejerza el señorío sobre todas las criaturas. De modo que el hombre es canal e instrumento de un principio de autoridad divina y representación divina en la creación, conforme a ese orden de primacía que Dios mismo introduce y establece como su pensamiento y la manifestación del tal. Dicho de otra forma, la creación del hombre es consecuencia del consejo divino que expresa el orden divino de primacía y representatividad ante la creación misma. Adán, como cabeza de la creación terrena sobre todas las cosas y los vivientes, ejerce su primacía ante ella como la expresión visible o imagen de Dios. Se entiende que en la creación del hombre, no solo se le dieron facultades especiales para ejercer esta primacía sino que a su vez el acto mismo de su creación delegó de sí autoridad sobre lo creado. Es decir, no solo que luego recibirá la expresa delegación de autoridad, sino que además su misma creación establece de sí propósitos de primacía sobre todos los vivientes de la tierra, puesto que el consejo de la Deidad así lo determinó. “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. (Gn 1.26). Dicho de otra manera, el consejo divino en oportunidad de la creación del hombre, incluyó estos dos elementos a que nos referimos: la criatura es hecha a imagen y semejanza de Dios, por un lado, y en viva relación con ello, lo es para que ejerza el señorío universal sobre todos los vivientes en representación de Dios mismo. Esto marca su especial lugar de señorío por autoridad delegada y representatividad divina frente a los otros vivientes. Pero tal dignidad no es dada a la mujer sino por derivación y asociación a Adán. Ella no es creada a partir de ese modelo de primacía que responde al consejo de la Deidad en el momento mismo de la creación del hombre, sino que lo es en base a la necesidad de Adán. Es en base a la necesidad de ser dotado de una ayuda idónea, que Dios entonces le provee de mujer. “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). “Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; mas para Adán no se halló ayuda idónea para él. Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada” (Génesis 2:20-23).
Todo esto que hemos mencionado, funda ese primer aspecto del orden de primacía que es establecido en oportunidad de la misma creación; y ello, antes de la entrada del pecado en la raza, e incluso antes de la creación misma del hombre. Y decimos que antes de la creación misma del varón, pues el consejo de la Deidad así lo determinó antes de consumarla. Dicho de otra manera, cuando apelamos a los principios que movieron el consejo y la intervención de la Deidad en la creación, y especialmente en la creación del hombre, es claro que el lugar de dignidad de Adán no es el mismo que el de la mujer, pues la creación del uno y del otro responden a distintos motivos del Creador. Adán fue hecho en vista de ejercer el señorío en la tierra, y por lo tanto se lo dotó de las facultades necesarias para ello, de modo que expresa de manera visible ante la creación, al Dios invisible; mientras que la mujer, por su parte, es provista a Adán bajo otro designio divino, que se relaciona con dotar al hombre de ayuda idónea en ese mismo lugar de dignidad y primacía que se le ha otorgado. Ella es sin duda asociada a tal dignidad y primacía, pero no como la imagen misma de Dios ante la creación sino como aquella que acompaña de forma idónea al hombre en ello. Ella mas bien representa al hombre y no a Dios, y acompaña al hombre en la posición de primacía de éste. Esto último funda la segunda relación de primacía en el orden de lo creado. Si la primera relación de primacía entre los seres creados, es la de Adán sobre los vivientes; la segunda, es la del varón sobre la mujer. Cosa que no es fruto de las especulaciones abstractas del razonamiento masculino, sino asunto de especial interés que tratan las Escrituras apostólicas, confirmándolo como expresión del mismo pensamiento de Dios: “Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón, y tampoco el varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles” (1Corintios 11:8-10). “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva” (1Timoteo 2:11-13).
Es interesante considerar que el primer aspecto del principio de primacía y orden en lo que respecta a las relaciones entre el hombre y la mujer, halla su causa en la creación misma y no en la caída. Es cierto que con la entrada del pecado en la raza este orden se confirma con nuevos elementos, pero el primer principio que establece este orden de primacía no tiene que ver con la caída sino con los motivos que movieron la creación del hombre y de la mujer. En el caso de la mujer, es el Creador mismo quien origina el asunto sobre la base de la necesidad de Adán; y no sobre la base de establecer un señorío que le represente ante los vivientes. “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él”. El hecho de que entre todas las criaturas “no se halló ayuda idónea para él”, movió a Dios mismo a hacerle ayuda idónea. Pero aún otro elemento viene a completar el asunto, el cual se relaciona con la tan especial forma en que la mujer fue formada. Ella fue formada del mismo hombre; el varón es el sustrato material desde el cual se le da existencia. Por eso Adán le llamará “Varona”, “porque del varón fue tomada”. Advirtamos que en todo el registro de la creación que nos presenta el libro de Génesis, no hay un viviente hecho a partir de otro viviente. Habrá vivientes que surgen de cosas inanimadas, pero esta especial singularidad de un viviente hecho a partir de otro, solo se observa entre el varón y la mujer. Y esta singularidad tan especial pone al ser creado a causa del primero, como su necesario subordinado. De modo que por el hecho desnudo de la creación de la mujer, hay dos razones poderosas que reclaman la sujeción a su cabeza: el motivo de su creación y su procedencia. Es decir, fue creada “por causa del varón”, y fue creada “del varón”. Dicho de otra forma, en cuanto al principio de creación que origina uno del otro, queda clara la primacía del varón sobre la mujer, pues “el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón”. Y en cuanto a los motivos de la creación de la mujer, el asunto halla su fundamento en la necesidad de Adán. Es la mujer la que fue creada por causa del varón, y no el varón por causa de la mujer. “Tampoco el varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón”.
Quizás podamos apuntar un tercer motivo de esta primacía, que se desprende de los dos anteriores y que tiene que ver con la cronología de la creación. Es decir, por el solo hecho cronológico de lo que aparece primero en el escenario de la creación misma, como expresión de gloria. No hablamos ahora de motivos ni del hecho de aportar el estrato material para la existencia del otro, sino simplemente de lo que aparece en la creación como formado primero, o formado antes que el otro guardando un lugar de gloria. “Porque Adán fue formado primero, después Eva” (1Timoteo 2:13). Esto marca una primacía de propósito en la creación, pues Dios no creó a ambos a la vez, tal como ocurrió con los géneros de los otros vivientes.
IV. LA ENTRADA DEL PECADO NO ALTERA EL PRINCIPIO DE PRIMACÍA YA ESTABLECIDO EN LA CREACIÓN, SINO QUE LO CONFIRMA BAJO NUEVAS CONDICIONES
La entrada del pecado en la raza trae como consecuencia la respuesta judicial divina, que introduce nuevos principios de orden, pero sin negar el orden ya existente sino redefiniéndolo conforme lo exige la presencia del mal en la misma naturaleza humana. Dicho de otra manera, la ruina y desorden que vino a causa de la caída de la humanidad en el pecado, motivó la introducción de principios judiciales que en adelante afectan la vida del hombre en la presente creación y todas sus relaciones. Pero con todo, el orden primigenio es sostenido en medio de esas nuevas condiciones. Se trata de la introducción de juicios que de alguna manera suponen un remedio divino hasta que llegue la redención y todo el nuevo orden eterno que se erigirá sobre el sólido fundamento de ésta. La entrada del pecado fue la entrada del pecado en la naturaleza misma del hombre, y con ello viene la corrupción de la voluntad. Una voluntad que tiende al mal, y que en consecuencia debe ser limitada y refrenada por tales principios judiciales. Es lo que hallamos en Génesis 3:16-19. Entonces, en tanto que llega el tiempo en que todo un nuevo orden eterno sea establecido, subsisten estos principios judiciales en la presente creación, que no solo importan el castigo a la desobediencia sino también remedios que limitan la voluntad corrompida del hombre. Insistimos en que son principios que están ligados a esta presente creación, y subsisten en tanto que el hombre permanezca como un viviente en ella. “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti. Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:16-19).
Estos juicios suponen principios gubernamentales de Dios que imperan en esta creación en tanto que la misma esté en pié. Por más que a través de los tiempos Dios ha introducido diversas formas de tratos con los hombres, dispensaciones y tiempos dispensacionales de diverso y variado carácter, todo ello para nada altera estos principios que están anclados al presente orden creacional. Es más, por más que la redención haya sido cumplida, en tanto que permanezca en nosotros la naturaleza adámica y mantengamos nuestros vínculos con la presente creación, estamos sujetos a estos principios. Solo con la muerte de nuestro cuerpo, o con el rapto, o cuando estemos en la nueva creación (el Estado Eterno), entonces nada tendremos que ver con estos principios y juicios gubernamentales que pesan sobre la raza. En el Reino milenial muchas de las consecuencias judiciales del pecado serán quitadas y aliviadas, pero con todo, persistirán las relaciones de primacía establecidas para la actual creación. En fin, el principio general del asunto es que los juicios gubernamentales que afectan la raza siguen en plena vigencia entre tanto el hombre pise esta creación. En el Reino será levantada la maldición que pesa sobre la creación (Romanos 8:19-22), pero persistirá en todo el orden de primacía establecido. El texto que hemos citado, muestra que la caída no alteró el principio de primacía que fue establecido antes de ella; por el contrario, lo confirmó, pero ahora rodeado de consecuencias bien indeseables. “Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti”. Se confirma aquí el lugar de sujeción de la mujer respecto de su cabeza, pero bajo cierto ejercicio moral que lleva de sí castigo. Aquella sujeción que, en inocencia, era el resultado libre y gozoso de una relación establecida en perfecta armonía de pensamientos y afectos, con la presencia del pecado se torna de alguna manera en un conflicto en el mismo ser moral de la mujer, que demanda cierto sufrimiento en la sujeción, pues la voluntad propia tiende a la independencia y no a la sujeción. No solo habrá dolor al dar a luz, cuando antes no existía el dolor, sino que tendrá que someterse a un señorío que no será necesariamente deseado y querido. En la inocencia (antes de la caída) el orden de primacía que fue resultado de lo que es simplemente por creación, para nada suponía angustia, pero ahora la presencia del pecado en la naturaleza humana demanda ejercicio moral, capacidad de humillación, y el reconocimiento voluntario de autoridad sobre sí. Cosas que siempre suponen una lucha interior, pues el corazón caído siempre tiende al orgullo y la independencia. “Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti”. No hay conflicto allí donde mi deseo y mis aspiraciones son las mismas que las de mi cabeza; pero sí lo hay cuando para nada coinciden. Entonces el orden de sujeción según Dios es mantenido y confirmado en la caída, pero ahora requiere y demanda de un espíritu de renuncia y capacidad de humillación para reconocer la autoridad sobre mí. Reconocimiento, que puede truncar las aspiraciones y deseos de mi propia voluntad. Este es el efecto que el pecado produjo en el ser moral del hombre ante la figura de toda autoridad que está sobre él, y especialmente en la mujer respecto de su relación con el varón, que es su cabeza. El principio de autoridad que colocó a la mujer bajo el señorío del varón, deja de ser el resultado armonioso, placentero y gozoso de estas relaciones, pues en presencia del pecado la sujeción demanda capacidad de humillación, renuncia a las aspiraciones del “yo”, e ir contra el corazón orgulloso que anhela la libre operación de la propia voluntad. La propia naturaleza rebelde e independiente del hombre abomina la sujeción, pues se desea el curso libre de la propia voluntad; y justamente se trata de una voluntad corrompida por la influencia del pecado. El pecado es eso, la operación libre de la voluntad que no reconoce autoridad que la regle (1Juan 3:4). Por eso, la sujeción y la adhesión al orden de primacía supone necesariamente un freno para el libre curso de la voluntad corrompida, para el libre curso y operación del pecado. Si yo reconozco autoridad sobre mí, mi voluntad queda condicionada a ella. Por eso, tras la caída se confirma el principio de primacía y autoridad que ya existía, pero ahora en condiciones nuevas que hacen penoso el reconocimiento de ella y la sujeción a la misma. Y por eso tenemos la introducción de un principio de tristeza que demanda renuncia y sujeción, porque justamente la tendencia del corazón es a la independencia. El mal se halla anidando en el mismo corazón, y todo principio de autoridad y sujeción supone de alguna manera un freno a la libre operación e intervención de la voluntad corrompida que desea ese mal. Con la transgresión el pecado entra a la naturaleza humana como un principio que impulsa al mal, pero justamente el principio de autoridad y primacía aparece como un remedio que pone límite a esos impulsos por medio de la sujeción.
Citemos textos que nos confirman el orden de primacía divino que tuvo su origen en la creación, pero que es confirmado con la caída misma. El pasaje de Timoteo antes citado, establece que el orden de sujeción no solo halla su lugar por causa de la creación sino también por la transgresión. “La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión” (1Timoteo 2:11-14). Notemos que nuestro texto nos da los dos motivos del orden divino de primacía y sujeción: en razón de la creación misma y en razón de la transgresión. Este texto es de gran significación, pues nos muestra que el orden primigenio de primacía y sujeción es mantenido y aún fortalecido, tras la caída. Con la caída se produce el conflicto moral en quien debe asumir la posición de sujeción, pero ello es lo propio del estado del corazón en donde la propia voluntad tiende a la independencia.
V. LA LEY CONFIRMA EL ORDEN DE PRIMACÍA Y SUJECIÓN QUE FUE ESTABLECIDO EN LA CREACIÓN Y LUEGO RATIFICADO EN LA CAÍDA
Queremos notar ahora que este principio de primacía y sujeción que responde y expresa el orden divino en la creación, y que luego es confirmado en la transgresión, también es sostenido en todo su vigor tanto en la ley del judaísmo como en la doctrina y práctica del cristianismo. Podrán invocarse excepciones que tienen su debido lugar y circunstancia en los caminos de Dios, pero el principio permanece inalterablemente unido a la presente creación en tanto que ésta persista. De todas formas, aclaramos que no nos ocuparemos aquí de las excepciones sino del principio general del asunto.
Bajo la ley mosaica la mujer fue puesta bajo sujeción. No necesitamos tanto un pasaje que lo diga, pues todo su carácter y naturaleza así lo establecen de una manera evidente. Pablo interpreta así todo el espíritu de la ley cuando presenta el principio de primacía y sujeción a los corintios. “Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación” (1Corintios 14:34-35). Insistamos en el hecho de que todo el espíritu de la ley mosaica confirma el principio, pero el asunto es bien explícito en lo que respecta a la ley de los votos. Allí se indica que la mujer está sujeta a la cabeza del varón, ya fuese éste su padre o su cónyuge. El principio general que gobierna el asunto de los votos bajo la ley, se funda en que la obligación que liga el alma con juramento a Jehová, no podía ser quebrantada sino cumplida puntualmente (Números 30:1-2); pero con todo, es verdaderamente llamativo que cuando el voto provenía de una mujer, no quedaba firme sin el reconocimiento del varón que era su cabeza. Esto es solemne, pues la ley era muy rigurosa en cuanto todo voto asumido delante de Jehová, y el hecho de que quedase firme o no según la conformidad del varón que ocupa la posición de cabeza de la mujer, confirma de una manera evidente el principio de primacía sobre ella. Y si advertimos la materia en que tal primacía se ejerce (los votos a Jehová), podemos apreciar que el principio de primacía no queda a nivel de las relaciones domésticas, ya sean éstas paternas o maritales, sino que también regla la vida religiosa de Israel. Esto demuestra cómo Dios no dejó al nivel de los vínculos naturales el asunto del orden de primacía y sujeción, sino que lo introduce en el seno de las mismas relaciones que ligaban a un israelita con su Dios bajo el culto del judaísmo. Dicho de otra forma, bajo la ley el orden de primacía y sujeción no queda relegado a la vida social sino que llega hasta el altar e involucra todo el culto. Nosotros tendemos a pensar que el asunto de la primacía en la creación solo afecta las relaciones a nivel de los vínculos humanos, pero cuando Dios mismo introduce el asunto en el seno de las relaciones de Él con su pueblo, ello demuestra cuán solemne es el tema, puesto que expresa siempre su pensamiento. Cosa, que también se ve con toda claridad en el culto y el ministerio cristiano, tal como Pablo nos dice en la cita anteriormente invocada. Pero volvamos al asunto de los votos en la ley, para confirmar con la misma Palabra de Dios lo que decimos: “Mas la mujer, cuando hiciere voto a Jehová, y se ligare con obligación en casa de su padre, en su juventud; si su padre oyere su voto, y la obligación con que ligó su alma, y su padre callare a ello, todos los votos de ella serán firmes, y toda obligación con que hubiere ligado su alma, firme será. Mas si su padre le vedare el día que oyere todos sus votos y sus obligaciones con que ella hubiere ligado su alma, no serán firmes; y Jehová la perdonará, por cuanto su padre se lo vedó. Pero si fuere casada e hiciere votos, o pronunciare de sus labios cosa con que obligue su alma; si su marido lo oyere, y cuando lo oyere callare a ello, los votos de ella serán firmes, y la obligación con que ligó su alma, firme será. Pero si cuando su marido lo oyó, le vedó, entonces el voto que ella hizo, y lo que pronunció de sus labios con que ligó su alma, será nulo; y Jehová la perdonará. Pero todo voto de viuda o repudiada, con que ligare su alma, será firme. Y si hubiere hecho voto en casa de su marido, y hubiere ligado su alma con obligación de juramento, si su marido oyó, y calló a ello y no le vedó, entonces todos sus votos serán firmes, y toda obligación con que hubiere ligado su alma, firme será. Mas si su marido los anuló el día que los oyó, todo lo que salió de sus labios cuanto a sus votos, y cuanto a la obligación de su alma, será nulo; su marido los anuló, y Jehová la perdonará. Todo voto, y todo juramento obligándose a afligir el alma, su marido lo confirmará, o su marido lo anulará. Pero si su marido callare a ello de día en día, entonces confirmó todos sus votos, y todas las obligaciones que están sobre ella; los confirmó, por cuanto calló a ello el día que lo oyó. Mas si los anulare después de haberlos oído, entonces él llevará el pecado de ella. Estas son las ordenanzas que Jehová mandó a Moisés entre el varón y su mujer, y entre el padre y su hija durante su juventud en casa de su padre” (Números 30:3-16).
Todo esto podría parecernos nimio y sin demasiada importancia, pero si consideramos cómo la autoridad del varón confirma aquello que ha sido la disposición de la voluntad de la mujer, podemos apreciar de qué manera solemne el mismo Dios reivindica la primacía del varón como cabeza de la mujer. Notemos entonces, cómo el orden divino en la creación también entró en el mismo judaísmo haciéndolo el receptáculo y canal de tal orden. Y ello, como hemos dicho, no solo para reglar relaciones sociales y domésticas, sino también la vida religiosa de Israel. La ley mosaica para nada dejó a un lado el orden de primacía divino en la creación, sino que lo confirma y lo lleva al espíritu mismo de todas sus instituciones. Y al posicionarnos en este terreno, debemos decir que de igual manera el cristianismo es llamado a expresar el orden de Dios en su mismo seno, puesto, que como hemos insistido, constituye el pensamiento mismo de Dios en todas las relaciones temporales comprometidas en esta creación, ya sean de índole doméstica como de naturaleza espiritual.
VI. EL CRISTIANISMO ES EL RECEPTÁCULO MISMO DEL ORDEN DE PRIMACÍA Y SUJECIÓN QUE FUE DADO EN LA CREACIÓN Y CONFIRMADO A TRAVÉS DE TODOS LOS TIEMPOS
El cristianismo es también la “sede” que expresa este orden, cosa que es confirmada no solo en la vida doméstica del creyente sino también en la vida de la Asamblea.
“Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando vuestra conducta casta y respetuosa. Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza” (1Pedro 3:1-6). Aquí hallamos la sujeción en la relación marital de la mujer creyente, conforme a lo que es de grande estima delante de Dios. Estamos en la esfera doméstica, donde la sujeción de la mujer es una poderosa arma moral que llama a la fe al marido incrédulo. Y en tal sentido, es interesante considerar cómo Dios pone por sobre todo ornato de ella, el estado de sujeción de su corazón. Lo cual es de grande estima ante sus ojos. Es lo que se llama: “el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible”. Este es el atavío que el ojo de Dios ve, y que percibió en las santas mujeres de la antigüedad que esperaban en Él. Y esperaban desde esa posición de sujeción a sus maridos. Y se nos da el ejemplo de Sara como expresión de sujeción y obediencia, tal como ella lo hizo ante Abraham, su esposo. Insistamos en el hecho de que Dios está mirando ese atavío interior, que nada tiene que ver con la apariencia exterior sino con un bendito y precioso estado de alma. Es interesante para nosotros trasladarnos al tiempo de los patriarcas y observar en este sentido, un detalle que otros ya han hecho advertir. De acuerdo al relato de las Escrituras, Sara nunca llamó “señor” a Abraham salvo en una sola ocasión. Pero esa ocasión muestra justamente que toda relación con su esposo estaba bajo el carácter moral de la sujeción. “Se rió, pues, Sara entre sí, diciendo: ¿Después que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo” (Génesis 18:12). Esto es lo que Sara dijo entre sí, sin hacer oír su voz. Y si bien recibe represión por su risa incrédula, no obstante el pasaje revela una actitud profunda de corazón ante su esposo Abraham, que está caracterizada por la expresión: “mi señor”. Esto nos muestra que el asunto no se instala en una formalidad exterior o una aparente sujeción ante la vista humana, sino que lo que verdaderamente Dios valoró en Sara es ese atavío interior de sujeción. Es decir, ese principio que gobernaba su ser moral con un espíritu de sujeción a su esposo, el cual era de grande estima ante los ojos divinos. Al llegar aquí, notemos entonces que ya se trate del ámbito y las relaciones propias en la creación, en la caída, en el tiempo de los patriarcas, bajo la ley, y en el cristianismo, la sujeción de la mujer expresa el orden de primacía y sujeción de Dios, según él mismo lo concibe y lo traslada a todos los tiempos y a todas las circunstancias del hombre. Hemos dado textos bíblicos en cada uno de estos tiempos dispensacionales, pudiendo confirmar cómo en cada uno de ellos el principio es sostenido de una manera constante.
Consideremos ahora cómo la relación marital en el cristianismo es dignificada de una manera especial, pues ella tiene ante sí un modelo muy superior y eterno: el vínculo entre Cristo y su Esposa, la Iglesia. Pedro ha considerado la conducta sujeta de la esposa fiel, como el poderoso instrumento que puede ganar para Cristo a su esposo incrédulo, pero el texto que citamos ahora, del apóstol Pablo, considera cómo los creyentes casados poseen un modelo moral que dignifica la relación marital, aun cuando ésta sea solo temporal y pertenezca a esta creación. Entonces, el modelo de lo que es un vínculo eterno entra en el ámbito de lo puramente temporal, para dar un precioso contenido moral a los corazones que justamente se relaciona con primacía y sujeción. Notemos: “Las casadas estén sujetas a su propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo” (Efesios 5:22-24).
Es verdaderamente solemne considerar que el cristianismo, pese a ubicarse en el terreno mismo de la redención, no es jamás la negación del orden divino en la creación. El pasaje que citamos presenta una sujeción que corresponde al orden de la creación, y otro que pertenece a las relaciones que genera la redención. La creación como la redención generan relaciones de primacía y sujeción en sus respectivas esferas, pero el hecho de que el mismo Espíritu Santo ponga la relación de Cristo con su Esposa (la Iglesia), como modelo de la relación de primacía y sujeción en la vida marital temporal de los creyentes, otorga una nueva dimensión moral y contenido a la vida del creyente en este mundo. Lo cierto es que para un cristiano hay una preciosa conexión moral entre ambos órdenes de primacía y sujeción que involucran tanto a lo que es por creación como lo que es por redención. Esto, porque hay un vínculo en la redención que da contenido moral al que es en la creación, llevándolo a un lugar de dignidad insospechada. En el pasaje que citamos, el apóstol Pablo comienza confirmando el orden de primacía y sujeción que responde a la creación, pero inmediatamente trae al Señor mismo al corazón de la mujer casada de fe. Ella debe sujetarse a su marido “como al Señor”. No mirando tanto a su marido, sino introduciendo al Señor mismo en esa sujeción que pudiera parecerle molesta y que muchas veces trunca su propia voluntad. El hecho de sujetarse al marido como al Señor, nos sugiere un remedio moral que ha introducido la redención, aliviando esa sujeción angustiosa de lo que es simplemente natural. Con todo, a la mujer cristiana casada, la sujeción le es demandada justamente porque el marido es su cabeza; pero notemos que inmediatamente, se compara esto con el hecho de que Cristo es cabeza de la iglesia. Esta última es una relación de primacía y sujeción que pertenece a los vínculos de la redención, pero lo interesante del asunto es que las relaciones de la redención entran como modelo moral para las que son por creación. El cristianismo dignifica así todo vínculo natural al introducir a Cristo mismo y su espíritu, en lo que pertenece a este orden temporal de esta creación. Finalmente, se confirma este orden y esta sujeción, de modo que así como la iglesia está sujeta a Cristo, su Cabeza, también las casadas deben estarlo a sus maridos en todo. No se dice que en algunas cosas sí y en otras no, sino en todo. Esto podría parecer insoportable para las creyentes, pero si pensamos que la relación de los esposos creyentes está regida por el amor de Cristo, la sujeción será la expresión y el disfrute del tal. El principio de gracia que introduce el cristianismo suaviza toda angustia que puedan generar los vínculos naturales.
“Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor”(Colosenses 3:18). Es notorio considerar cómo el disfrute de la nueva vida divina que posee el cristiano, para nada altera el orden divino de primacía y sujeción que es según la creación. A cada paso encontramos la confirmación de este principio. Advirtamos que se trata de lo que conviene en el Señor, es decir, en ese nuevo lugar y relaciones que ocupamos como redimidos. La exhortación es a reconocer y mantener el principio de primacía que es por creación, pero ahora como un orden conveniente en el seno de las relaciones entre los cristianos.
Si realizamos un rápido repaso de todo lo visto, podemos considerar cómo el orden de primacía y sujeción que fue establecido en la creación, luego fue confirmado en la caída de la raza, prosigue en todo su vigor con los patriarcas, mueve todo el espíritu de la ley, y continua sin deterioro alguno en el seno mismo del cristianismo. Pero hasta aquí, en lo que respecta al cristianismo, hemos considerado especialmente el asunto en las relaciones domésticas, las relaciones que son propias de esta creación, pero miremos ahora este orden que nos ocupa en la vida espiritual del creyente, en la vida misma de la Asamblea de Dios, y en especial en el terreno del ministerio. Entonces leemos: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda... La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión” (1Timoteo 2:8-14). Ya hemos tratado aspectos de este pasaje, pero ahora lo citamos nuevamente para notar que sus principios se ven especialmente involucrados cuando se trata de la oración y el ministerio de la enseñanza. Indudablemente, en tal ámbito se confirma el orden divino de primacía y sujeción que es por creación. Como lo hemos dicho, en tanto que los creyentes peregrinen en esta creación, el orden siempre es mantenido como expresión del pensamiento divino. Y es mantenido y expresamente confirmado cuando estamos en asuntos que hacen propiamente a la vida cristiana, asuntos que surgen como consecuencia de la redención.
Otro pasaje que confirma esto con mucha fuerza es el que hallamos en la primera epístola de Pablo a los Corintios: “Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación” (1Corintios 14:34-35). El orden de primacía y sujeción al que venimos permanentemente refiriéndonos, no se reduce a las relaciones domésticas sino evidentemente a la vida propia de la Asamblea, tal como se aprecia aquí. A la mujer no le ha sido confiado el ministerio público sino una posición de sujeción, que se expresa en su silencio. Evidentemente que el ejercicio del ministerio y la enseñanza en la congregación supone de alguna manera una posición de autoridad, en tanto que el silencio expresa sujeción.
Todos estos pasajes que estamos considerando, ponen en evidencia que tanto en la Asamblea como en toda su vida práctica, la mujer es llamada a la sujeción. En la Asamblea y en especial en lo que respecta al ministerio, se confirma como cosa de orden divino el principio de primacía y sujeción que fue establecido en la creación, continuó con la caída, regló la vida de los patriarcas, impregnó el espíritu de la ley, y finalmente está presente en todas las esferas del cristianismo. No estamos diciendo que tal orden persista en la posición celestial “en Cristo” ni en el creyente como “nueva creación”, pues en tales ámbitos no hay hombre ni mujer, ni razas, ni nacionalidades, ni ningún accidente temporal (Gálatas 6:15; 3:28 ). Lo que decimos es que en tanto perdura el presente orden creacional, y en tanto que el cristiano ocupe un sitio en él, este orden de primacía persiste y persistirá ya se trate de la vida doméstica como de la vida de la Asamblea. Muchos dirán que este orden es anticuado y que el mismo mundo y la cristiandad lo han abandonado, pero la referencia del hombre de fe no es el mundo, ni el cristianismo ruinoso, ni el desorden que pueda observarse en ciertos líderes y sus esposas, sino el orden divino según las Escrituras. Y lo más solemne del asunto, es que en un mundo que va al completo desorden a causa del desarrollo del mal y de la corrupción del pecado, y en una cristiandad donde la iniquidad lo ha fermentado todo, aquello que puede ser reconocido como expresión de la Asamblea de Dios es llamado a mantener el orden de primacía y sujeción divina, como una referencia y solemne testimonio del tal ante toda la creación y los ángeles. Si en todo ámbito exterior a la Asamblea de Dios tal orden es progresivamente abandonado y subvertido, la Asamblea o Iglesia de Dios sigue siendo el receptáculo de la expresión de este orden de acuerdo responde a los pensamientos del Dios que lo estableció. Contemporizar o relajar el asunto a fin de no molestar conciencias y corazones que lo resisten, para nada es un indicio de gracia sino de corrupción. Mire el mundo, y dígame: ¿qué espera de él? Mire la cristiandad arruinada, y dígame: ¿qué espera de ella? ¿No aguardamos el juicio del mundo como el juicio de la cristiandad apóstata? ¿Imitaremos su proceso de abandono de todo orden según Dios para aparecer como tolerantes y llenos de esa falsa gracia que se conforma a las demandas del mundo actual y de una cristiandad en rebelión? Eso sería seguir la huella del mundo y de la cristiandad apóstata, que aceleran su curso hacia los juicios apocalípticos. La única respuesta y práctica posible es sujetarnos al orden de primacía y sujeción que Dios ha establecido. Aceptar las innovaciones que se ven en el mundo y las libertades que se da una cristiandad sin freno, no son la referencia de la fe como tampoco expresiones de la magnanimidad de la gracia. La sujeción a la autoridad de las Escrituras es el único remedio del asunto.
VII. CON LA ENCARNACIÓN DEL HIJO Y LA REDENCIÓN SE REDEFINE EL ORDEN DE PRIMACÍA INTRODUCIENDO A CRISTO COMO CABEZA DE TODO VARÓN
Volvamos al pasaje con que iniciamos nuestro tema, para observar otros aspectos que no hemos considerado. “Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo. Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta su cabeza. Pero toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; porque lo mismo es que si se hubiese rapado. Porque si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello; y si le es vergonzoso a la mujer cortarse el cabello o raparse, que se cubra. Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón. Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón, y tampoco el varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles. Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón; porque así como la mujer procede del varón, también el varón nace de la mujer; pero todo procede de Dios. Juzgad vosotros mismos: ¿Es propio que la mujer ore a Dios sin cubrirse la cabeza? La naturaleza misma ¿no os enseña que al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello? Por el contrario, a la mujer dejarse crecer el cabello le es honroso; porque en lugar de velo le es dado el cabello. Con todo eso, si alguno quiere ser contencioso, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios” (1Corintios 11:3-16).
Como el pasaje que citamos ha dado lugar a falsas interpretaciones, y en otros casos ha sido desestimado o considerado como irrelevante, quisiéramos ocuparnos de algunos de sus aspectos sobresalientes. Lo primero que notamos, es que en él no solo hallamos el orden de primacía que Dios introdujo en oportunidad de la creación, y que ha confirmado sistemáticamente a través de los tiempos, sino que también tenemos una “redefinición” de este orden cuando Cristo mismo aparece en él. Y también, hallamos la forma en que este orden se expresa en la vida cristiana, en lo que respecta especialmente en oportunidad de la oración y el ministerio. Y hay además, encontramos también una apelación a lo que es por naturaleza y a lo que constituyó la práctica regular de las Asambleas del tiempo apostólico. Esto completa y enriquece el tema de una forma concluyente, de modo que no debieran quedar dudas en nosotros en cuanto a lo que es la expresión de la voluntad divina en el asunto.
“Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo”. Primeramente tenemos el gran principio rector del asunto: “Cristo es la cabeza de todo varón”. Esto, como hemos visto, no fue revelado en el primer orden que Dios estableció en la creación, donde el varón fue colocado como cabeza de los vivientes y de la mujer. Ahora aparece Cristo como cabeza de todo varón. Notemos que no aparece como Cabeza del Cuerpo, cosa que importa su primacía característica en la redención y en relación a la Asamblea, sino como Cabeza del varón; y esta primacía viene a redefinir a la que anteriormente pertenecía al ámbito de la creación, pero advirtamos que lo es una vez que el Señor ha entrado en humanidad en la creación y ocupa en ella una posición de indiscutible primacía tras haber consumado la redención. Dicho de otra manera, el Señor en humanidad redefine todo el orden divino que hasta entonces era conocido; no negándolo, sino enriqueciéndolo con su presencia, como cabeza de todo varón. Él es“el primogénito de toda creación” (Colosenses 1:15). Es decir, que ahora el Señor aparece en su lugar de primacía en todas las relaciones que comprometen a la creación; pero a la vez, esta primacía sobre todo varón también supone su nuevo lugar que resulta de la redención, pues ello involucra su posición de gloria como el Cristo (no simplemente el Ungido en relación a Israel, sino en su título de dignidad en el ámbito de la redención).
Recordemos que en el principio, Adán, de acuerdo al motivo mismo de su creación y las distinguidas capacidades con que fue dotado por ella, es imagen de Dios ante la creación misma, y se le otorgó el indiscutible señorío o primacía sobre la misma (Génesis 1:26-28). Luego, con la caída, el ámbito mismo donde ese señorío se ejerce, se torna hostil. “Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:17-19). Tras el diluvio, de alguna manera apreciamos que persiste la primacía del hombre sobre las criaturas, pero ahora no en la paz de un Adán que puede ponerle nombre en total armonía, sino que ante la voracidad y la violencia animal, Dios coloca en las bestias el temor hacia el hombre. “El temor y el miedo de vosotros estarán sobre todo animal de la tierra, y sobre toda ave de los cielos, en todo lo que se mueva sobre la tierra, y en todos los peces del mar; en vuestra mano son entregados” (Génesis 9:2). El señorío del hombre persiste sobre la creación pero los vínculos con ella y sus criaturas están claramente perturbados por los efectos del pecado. Mas evidentemente hallamos un nuevo asunto en relación a este orden primigenio, cuando Cristo entra en la creación en humanidad. Esto, lo establece en una posición indiscutible de primacía sobre toda la creación, pues “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Colosenses 1:15-17). Notamos en este pasaje la eminente primacía de Cristo sobre la creación, una primacía que tiene que ver con aspectos muchos más sublimes que los que tuvo Adán. Algunos de éstos aspectos se relacionan con la misma Deidad del Señor, y otros con su especial y única humanidad. “Él es la imagen del Dios invisible”. Adán fue creado a imagen y semejanza de Dios en vista de señorear en la creación como representante del Creador, pero Cristo, desde su encarnación, ostenta el carácter de ser imagen de Dios de una forma única y perfecta, puesto que ante toda la creación, y ahora incluyendo también a los ángeles, es la perfecta expresión visible del Dios invisible (Juan 1:18). El primer hombre pudo ser hecho a imagen y semejanza de Dios, pero en el Señor “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9). Su persona es la más perfecta expresión visible del Dios invisible, ante todo lo creado. De modo que su manifestación humana en la creación lo coloca de sí en una posición de indiscutible primacía sobre ella; una primacía que no solo ejerce sobre ella como Dios sino también como hombre, tal como se aprecia en los pasajes de la epístola a los Colosenses que hemos citado. De modo que podemos decir, que ese orden primigenio de primacía y sujeción que se corresponde con la creación, es ahora redefinido desde todo lo que significó la entrada de Cristo en ella, y entonces, Él, tanto en humanidad como en su Deidad, ostenta una primacía única e indiscutible en la creación, y de una manera especial sobre todo varón. La primacía del varón sobre la mujer corresponde exclusivamente al terreno mismo de la creación y los vínculos dentro de ella, pero la de Cristo colocado como cabeza de todo varón, supone no solo el lugar de primacía exclusiva desde su entrada en la creación, sino también su lugar de gloria que adquiere tras la consumación de la redención. Entonces, la encarnación del Hijo y la redención, si es que podemos hablar así, “re-definen” el orden de primacía y sujeción primigenio, colocando ahora a Cristo en el lugar de indiscutida preeminencia. No nos cabe ninguna duda que en los consejos eternos de Dios, el Hijo es quien guarda primacía en todas las cosas y órdenes, pero en lo que respecta a su primacía en este orden que es por creación, tenemos que hablar entonces de esta redefinición conforme la revelación divina la completa. A Adán, simplemente como tal, como creación, le fue dado señorío en la creación y puesto como cabeza de la mujer, pero en el cristianismo, este orden es re-definido según la presencia de Cristo lo exige, donde Él es cabeza de la creación y de todo varón. También es Cabeza del Cuerpo (Colosenses 1:18), pero esto atañe a las relaciones que son específicas de la redención y respecto de la Iglesia, en tanto que nosotros nos estamos refiriendo ahora a las cosas que son por creación, pero que han sido redefinidas por el hecho mismo de la entrada del Señor en ella y su obra redentora. Es decir, la encarnación y la redención introducen a Cristo en el orden existente que ya era por creación. Y esto ocurre, sin negar lo anterior sino perfeccionando el orden divino que ya existía según fuera revelado desde un principio. Entonces, “Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo”. Advirtamos que persiste el orden de primacía y sujeción que es por creación, pues el varón de ninguna manera pierde su lugar como expresión de la imagen y gloria de Dios (1Corintios 11:7) y como cabeza de la mujer; pero ahora, hallamos algo nuevo en la revelación apostólica: “Cristo es la cabeza de todo varón”. Asunto que importa un nuevo vínculo de primacía y sujeción que redefine el anterior orden, sin negarlo ni dejarlo a un lado. De modo que podemos decir que Cristo confirma el orden de primacía y sujeción del principio, pero redefiniéndolo en la perfección que supone su entrada formal en él.
VIII. LA EXPRESIÓN VISIBLE DEL ORDEN DIVINO DE PRIMACÍA
“Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta su cabeza. Pero toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; porque lo mismo es que si se hubiese rapado. Porque si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello; y si le es vergonzoso a la mujer cortarse el cabello o raparse, que se cubra. Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón. Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón, y tampoco el varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles” (1Corintios 11:4-10).
Hemos insistido en la presencia de un orden divino de primacía y sujeción que se corresponde con esta creación, y que expresa el pensamiento mismo de Dios en ella. Pero además tenemos también la expresión visible de ese orden, o la manifestación del mismo ante la creación misma, ante el Señor, ante los hombres, y ante los ángeles. Y lo primero que debemos tener presente en esta materia, es que el asunto tiene por ocasión orar o profetizar (1Corintios 14:3). Es decir, que la oportunidad donde debe hacerse visible la expresión de este orden está indisolublemente ligado a la ocasión de estas operaciones propias de la vida cristiana. Entonces, el varón no debe cubrirse la cabeza, pues si lo hace, afrenta su cabeza: Cristo. La mujer, por el contrario, que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza: el varón. De modo que el apóstol está dando instrucciones sobre la forma en que se reconoce y acata de una forma manifiesta y visible el orden divino, en oportunidad de estas expresiones tan propias de la vida cristiana: orar y profetizar. Esto nos hace pensar, que si bien en muchos casos la religión ha abandonado esta expresión exterior del reconocimiento de la primacía y sujeción de acuerdo al orden de Dios, el fiel cristiano es llamado a mantenerlo en un tiempo en que justamente tal orden no es reconocido y aun es negado, y para nada expresado de manera visible. Y justamente su expresión externa muestra un estado de corazón que reconoce y dignifica la cabeza que está por encima, así como su desconsideración, la afrenta.
El apóstol da a continuación razones que hacen más poderoso el argumento acerca de la necesidad de que la mujer se cubra. Entonces dice que si la mujer no se cubre, “lo mismo es que si se hubiese rapado”. En nuestros días de tanta insensibilidad e indiferencia a todo orden y lenguaje de lo que es por naturaleza (es decir las características propias de cada ser dadas por creación, y que hacen a su distintiva dignidad), da prácticamente lo mismo que una mujer se rape, utilice el pelo corto, o deje crecer su cabellera; pero no era así para los antiguos, e incluso no fue así en nuestra sociedad hasta no hace tanto tiempo. Era tan vergonzoso una mujer rapada, que ninguna de ellas podría haberla admitido, y menos aún aparecer así en público. El apóstol está diciendo que si la mujer no se cubre tal cosa es tan vergonzosa como si se hubiese rapado. Ella, si no se cubre, toma entonces una actitud osada y escandalosa que afrenta su cabeza. Y Pablo, toma este argumento para fortalecer la instrucción que indica que la mujer debe cubrirse, previendo que haya resistencia a ello. Y por eso dice: “Porque si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello; y si le es vergonzoso a la mujer cortarse el cabello o raparse, que se cubra”. Esta es la forma propia en que se expresa el apóstol para dar todo poder a su argumento, y establecer sólidamente que la mujer ha de cubrirse. Siguiendo las instrucciones de Pablo, si la mujer se resiste a cubrirse, que entonces se rape; pero como le es vergonzoso raparse, entonces que se cubra. No está dando la opción de raparse y entonces no cubrirse, sino que ha de cubrirse necesariamente puesto que se descarta el pensamiento de raparse; cosa que como dijimos, era sumamente vergonzosa para una mujer. Y de todas maneras sigue siéndolo, solo que el espíritu del mundo gobernando las conciencias y corazones de los hombres y las mujeres, ha hecho perder el sentir de lo que es digno por naturaleza, conforme a las disposiciones divinas en la creación.
“Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón. Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón, y tampoco el varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles” (1Corintios 11:7-10). El apóstol explica que tales instrucciones no son caprichosas, pues expresan ese orden de primacía y sujeción que responde a lo que es por creación, y establece la necesidad de expresarlo ante el mismo Dios, ante los hombres, y especialmente ante los ángeles. El varón, como imagen y gloria de Dios, no ha de cubrirse la cabeza. Él expresa, en el orden de la creación a Dios mismo, puesto que es su imagen y gloria; y pese a la entrada del pecado, tal principio persiste y es confirmado aquí. Es decir, que pese a la entrada del pecado y todas las formas de tratos de Dios con el hombre a través de los tiempos, el apóstol confirma ese orden que fue dado por creación desde un principio. Y justamente el fiel cristiano es llamado a ser la expresión del tal, en un mundo en rebelión contra Dios, que cada vez se aleja más de todo orden y principio divino. La posición de la mujer en la creación es otra, tal como lo hemos visto anteriormente. Ella es la gloria del varón. El concepto de “gloria”, aquí importa la posición de sujeción que establece la representatividad de la dignidad de otro en sí y sobre sí. El varón, por ejemplo, en representación visible de Dios, es gloria de Dios en este sentido. Él está en el lugar de Dios ante la creación, como imagen de lo que Él es. Su lugar de sujeción es la expresión de la dignidad de Dios ante otros. La mujer, como gloria del varón, ha de expresar la dignidad del varón en sí misma; ha de expresar el señorío que ha sido dado a éste sobre la creación y sobre ella misma; y la forma en que lo hace de una manera visible, es cubriéndose. No es su gloria la que ha de aparecer ante los ángeles, sino la de su cabeza (el varón). Aquí es evidente que el concepto de gloria no se relaciona con bienes de la redención, sino con la expresión de la honra y dignidad que es conforme al orden de primacía que Dios estableció en la creación, y que no será renunciado en tanto que la presente creación esté en pie. Como ya hemos visto, el hecho de que la mujer proceda del varón y que haya sido creada por causa de éste, funda ese orden de primacía y sujeción en la creación. La señal de autoridad debe estar por lo tanto en ella. Entendemos que esto supone una señal visible sobre su cabeza física, una cubierta manifiesta ante los ojos, pues así expresa en lo exterior el reconocimiento y acatamiento del orden divino. Así, su gloria desaparece para hacer visible la del varón. Y esto va más allá de lo que pensamos, pues se dice también “por causa de los ángeles”. Y en tal sentido, es importante saber que el cristianismo no es solo la expresión del orden de Dios ante los ojos de los hombres, sino también ante las huestes celestes. Los ángeles no son sujetos de la revelación divina sino servidores y ministros de Dios a favor de los hombres, de modo que ellos conocen los misterios de la gracia y el orden de Dios por lo que ven en la Asamblea. “Y de aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio escondido desde los siglos en Dios, que creó todas las cosas; para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales, conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor” (Efesios 3:9-11). “Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres” (1Corintios 4:9). “Cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1Pedro 1:12; ver también: 1Timoteo 3:16).
“Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón; porque así como la mujer procede del varón, también el varón nace de la mujer; pero todo procede de Dios”
(vv. 11-12). Aquí “en el Señor”, evidentemente no supone la posición característica del cristiano como resucitado y sentado con Cristo en los cielos (Efesios 2:6), ni tampoco la posición que tenemos en Él como nueva creación (Gálatas 6:15), puesto que se parte del hecho de que los santos conservan su propio género. Es decir, se está refiriendo a una relación entre el varón y la mujer en el seno del cristianismo. En la posición celestial y eterna “en Cristo”, así como lo que somos “en Él” como nueva creación, no hay distinción de géneros, ni de raza, ni de ningún accidente propio de la vida terrenal. De modo que aquí “en el Señor”, habla de ese nuevo ámbito de vínculos cristianos generados por la nueva vida y la presencia de la gracia, que comprometen la vida práctica del fiel aquí abajo, y en donde la armonía y solidaridad entre el varón y la mujer no encuentra obstáculo alguno, sino un mutuo servicio que complementa. “En el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón”. Se trata de esa armonía que introduce la gracia y que suaviza toda relación práctica entre los géneros, durante esta vida terrena. Y para ello se apela también a la creación, pues si bien la mujer procede del varón (en su creación), en el orden de la naturaleza y la procreación, el varón nace de la mujer; y en definitiva, toda existencia tiene su raíz en el Dios Creador. Esto para nada niega todo lo que el apóstol ha estado diciendo antes, sino que nos muestra que el cristianismo no toma ocasión del orden de primacía como una forma de imponer relaciones rígidas y despóticas, sino que es oportunidad para complementar y armonizar la relación de ambos géneros durante esta vida pasajera. Lo verdaderamente perverso es tomar estos pasajes para negar el espíritu y los principios de primacía y sujeción que las Escrituras confirman constantemente, por medio de la mala aplicación del texto. Pero si tomamos en su conjunto todo el desarrollo que hace el apóstol, es evidente que aquí no niega lo que antes dijo sino que nos está enseñando que el orden de primacía no significa una subyugación y desconsideración para con la mujer. Nada de eso, pues el cristianismo no supone relaciones de sometimiento sino de gracia, armonía y unidad de corazón. Entonces, “ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón”. El orden de primacía no es la desconsideración ni el sometimiento, sino que “en el Señor”, las relaciones entre los géneros son dignificadas, complementadas y puestas en armonía. Pensemos que cuando a Eva se le dice que su deseo será para su marido y que él se enseñoreará de ella (Génesis 3:16), ello supone de sí castigo, porque la rebelión del corazón genera conflicto en una relación donde ella no quisiera tal cosa. Ella desearía cumplir su voluntad y no tener que supeditarla a otro. ¡Qué difícil es la sujeción cuando justamente la propia voluntad no la quiere! Pero el cristianismo supera tal condición, pues en él, el Señor introduce principios que suavizan y endulzan con gracia toda relación, conduciendo a un espíritu de armonía en ellas.
“Juzgad vosotros mismos: ¿Es propio que la mujer ore a Dios sin cubrirse la cabeza? La naturaleza misma ¿no os enseña que al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello? Por el contrario, a la mujer dejarse crecer el cabello le es honroso; porque en lugar de velo le es dado el cabello” (v. 13-15). Pablo comienza apelando al discernimiento de los corintios, e introduce en la cuestión una pregunta que tiene su evidente respuesta. Y ello, para confirmar y asegurar que en ocasión de orar y profetizar, es propio que la mujer se cubra la cabeza. Y al decirse “que la mujer ore a Dios”, no necesariamente se está afirmando que ore de manera audible. Recordemos que ella y la Asamblea oran en la boca del que hace oír su voz como conducto de toda la Asamblea. No debemos entender que ella ore haciendo oír su voz en público. Pero en oportunidad de la oración, cuando ella se une en Espíritu a la oración y ora en la boca de otro, ha de cubrirse.
Luego Pablo apela a lo que es por naturaleza. De acuerdo a este principio, al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello así como a la mujer le es honroso. ¿Por qué? Porque a ella el pelo le es dado para cubierta. Como este pasaje ha dado lugar a malas interpretaciones, deseamos citar otra traducción. “la cabellera larga le es dada para cubierta” (VM). Aquí el apóstol está apelando a lo que es por naturaleza, reforzando la idea de que la mujer ha de cubrirse, tal como comienza el asunto llamando al discernimiento de los corintios. Muchos han interpretado que el cabello largo reemplaza la cubierta que debe colocar sobre su cabeza, pero es evidente que no puede ser así por dos motivos fundamentales. Cuando consideramos que toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta afrenta su cabeza, y que tal cosa es como si se hubiese rapado (v. 5), es entonces evidente que debía cubrirse porque raparse es cosa verdaderamente vergonzosa para una mujer. Caemos en una contradicción si decimos que no debe cubrirse porque tiene cabellera larga, cuando justamente debía cubrirse para no raparse. Recordemos que se afirma la necesidad de que se cubra para que no deba raparse y hacer el ridículo ignominioso ante los otros (v. 6). Se descarta que no se rapará y sí se cubrirá, por causa de la vergüenza que supone lo primero. Entonces, queda establecida la necesidad de cubrirse para no tener que raparse, no afrentar su cabeza, y también por causa de los ángeles (v. 10). De modo que es una contradicción decir que el cabello reemplaza la señal de autoridad que debe llevar, cuando justamente si no se la coloca debería raparse. ¿Cómo una larga cabellera reemplazaría esa cubierta que es señal de autoridad sobre sí misma, cuando justamente si no se cubre habría de cortarse todo su cabello? De modo que es evidente que la larga cabellera femenina expresa su cubierta en el orden de lo que es por naturaleza. Es decir, le es dada en el orden de su vida social y civil, pero en ocasión de orar y profetizar, ha de cubrirse. Esto en primer lugar. Además, en segundo lugar, la palabra que en el manuscrito se utiliza para cubrirse en ocasión de orar y profetizar, es distinta a la que se refiere al cabello como dado por cubierta. Si fuesen la misma cosa, sin duda que el Espíritu hubiese consignado la misma palabra. Pero en el primer caso siempre se trata de una cubierta visible, una señal que debe ser vista; en tanto que en el segundo, el pelo mismo obra como la cubierta natural de la mujer fuera de la oportunidad de orar o profetizar.
“Con todo eso, si alguno quiere ser contencioso, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios”. Una razón más viene a reforzar todas las anteriores, en lo que respecta que la mujer ha de cubrirse así como el hombre no ha de hacerlo: lo que es práctica regular de los cristianos y de las Asambleas. Muchos han pensado que se invoca la sola costumbre como argumento para ello, pero más bien creemos que se trata de lo que fue habitual en las iglesias y que está en perfecta consonancia con el orden divino y todas las razones dadas por el apóstol. Por lo tanto, no hay motivo alguno para innovación en la materia. Si alguno quiere contender sobre esto, encontrará la oposición de toda la práctica de las Asambleas del tiempo apostólico y de todo lo que Pablo expresa en relación al asunto.
IX. CONCLUSIONES
Es importante considerar que en medio de toda la ruina y progreso del mal que se observa tanto en este mundo como en la misma cristiandad, persiste el orden divino de primacía y sujeción que fue establecido en el principio. E indudablemente persistirá en tanto que la presente creación esté en pie (*1) .
(1). Recuérdese siempre que el varón y la mujer son condiciones de género temporales que no persistirán en la eternidad. Los vínculos naturales que involucran los géneros masculino y femenino, solo afectan nuestras relaciones temporales aquí abajo, tal como varios pasajes lo dejan ver (Lucas 20:27-40; Gálatas 3:28; 6:15; 2Corintios 5:17; 1Corintios 7:39; etc).
Y además, en viva relación con ello, pese a la ruina y el progreso del mal tanto en este mundo como en la cristiandad, Dios posee un testimonio que es expresión de su orden conforme lo apreciamos en los escritos apostólicos. La Asamblea o Iglesia de Dios, es llamada a ser la manifestación de tal orden no solo ante el ojo mismo de Dios y de los hombres, sino también ante los ángeles (1Corintios 11:10). En otras palabras, por progreso que el mal realice en todos los campos, la Asamblea es llamada a ser la expresión misma del orden de primacía y sujeción que es conforme al Dios que así se ha placido establecerlo, en su soberana e incuestionable voluntad. Desde un principio Dios estableció tal orden, pero insistimos que en medio de todo abandono que el hombre ha hecho de él, la Asamblea de Dios es instruida y llamada a ser el ámbito en donde el tal ha de ser especialmente manifestado y testificado. De modo que en estos tiempos de ruina, la Asamblea o Iglesia queda como el último bastión donde el orden de primacía y sujeción que Dios introdujo en la creación, es llamado a persistir y ser manifestado ante los hombres y los ángeles. El divorcio entre ese orden divino y el estado del mundo y el estado de la cristiandad, cada vez es mayor, pero esto no nos exime de expresarlo como el pensamiento mismo de Dios en esta creación. De modo que “contemporizar”, “adaptarse a las nuevas condiciones y exigencias de los tiempos”, suele ser un principio corrupto que pretende desoír el orden de primacía que Dios ha establecido. Renunciar a estos principios de orden, es venir a formar parte del mismo proceso de ruina del mundo y de la cristiandad profesante. La excusa de contemporizar aparece como una actitud superior de espiritualidad y como una distinguida gracia que lima toda dificultad; pero esto no es más que un engaño que cauteriza e insensibiliza la conciencia para asumir los principios ruinosos que suponen justamente la apostasía: el abandono de la verdad y la negación de la autoridad. No estamos diciendo que el cristiano deba ser un revolucionario que deba modificar un mundo que no tiene solución y que solo tiene por delante su juicio; por el contrario, no somos llamados a eso ni llamamos a nadie a tal cosa. Ni siquiera hemos de procurar hacer volver a la verdad una cristiandad apóstata que ama y confirma el error, a la vez que marcha a su juicio final (sí podemos trabajar especialmente con almas individuales). Lo que afirmamos toca al creyente en su fuero personal, en la vida de su hogar, en la vida de la Asamblea, en el ministerio y la oración. Nada hemos de imponer sobre el mundo ni sobre la cristiandad en ruinas, ni siquiera sobre nuestros hermanos; sino que se trata esencialmente del orden que hemos de acatar en nuestros propios corazones y promulgar con nuestro ejemplo, y que aquellos que están en el ministerio, no deben dejar de enseñar conforme lo presentan las Escrituras. Es un orden cuya expresión y testimonio tiene su fundamento en el mismo corazón que lo ha recibido conforme Dios lo ha expresado. En el espíritu propio de la gracia cristiana, este orden no supone que el que ostenta la primacía lo imponga sobre quien le debe sujeción. Por el contrario, la Palabra de Dios apela a la conciencia y al corazón, y por lo tanto la obediencia y la sujeción han de ser voluntarias, “como al Señor” (Efesios 5:22), y no a los hombres. El cristianismo troca todo objeto del corazón por Cristo mismo, de modo que nuestra sujeción siempre es a Cristo y la Palabra de Dios. Es cierto que nuestras hermanas en Cristo pueden experimentar frente a la poderosa corriente opositora del mundo y de la misma cristiandad ruinosa, y frente a la flaqueza de su misma humanidad, dificultades para someterse a este orden, pero ellas no deben sentirse presionadas bajo imposiciones, pues su sujeción es esencialmente un ejercicio moral delante del Señor. La sujeción cristiana no es el resultado de la imposición ni de la fuerza exterior, sino de la convicción que la autoridad de la Palabra de Dios produce sobre la conciencia, y por el ejercicio del juicio propio que deja a un lado todo espíritu de rebelión. En el cristianismo, la expresión del orden de Dios comienza en el corazón, en la interioridad del hombre, y solo puede ser acatado en tal esfera. Y justamente es allí donde se fragua la obediencia y la desobediencia, la sujeción y la insubordinación, el reconocimiento de la autoridad legítima y la rebelión. Cuando el orden de Dios es conocido, cuando las instrucciones divinas sobre el mismo han llegado a nuestra conciencia, entonces, cosas tan sencillas como hablar o no hacerlo, cubrirse o no hacerlo, cortarse o no cortarse el cabello, ponen de manifiesto el verdadero estado del corazón; y ponen de manifiesto hasta dónde estamos dispuestos a someternos al Dios que ha establecido su orden. Un orden que nos compromete enteramente y del cual no podemos retraernos.
Bien decimos que es un orden de primacía y sujeción, porque no hay primacía sin que exista la sujeción de quienes la deben; y no hay sujeción sin que el corazón la admita; y no hay verdadero sometimiento del ser moral si la conciencia no reconoce la autoridad de la Palabra de Dios sobre sí misma. De modo que insistimos que en el cristianismo, este orden comienza en la sujeción voluntaria del ser moral ante la autoridad de la Palabra del Dios que lo expresa conforme su voluntad. Y a la vez, la conducta exterior no puede dejar de poner en evidencia en nuestro andar, si estamos en obediencia o desobediencia a tal orden. Es el orden que pone en juego el verdadero estado de mi corazón: Un estado, que no puede dejar de expresarse en la vida práctica y ante los ojos de Dios, de los hombres y de los ángeles.
“Y Samuel dijo: ¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey”(1Samuel 15:22-23).
R. Guillen