LA JUSTICIA DE LA FE
“Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree. Porque de la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas. Pero la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo); o, ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos). Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en Él creyere, no será avergonzado. Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10:3-13).
Por el evangelio de Jesucristo, Dios provee de su misma justicia al pecador justificándolo por la fe. Pero el hombre religioso, aferrado a las ordenanzas y los ritos, a los mandamientos y las ceremonias, y pensando que por la obediencia a ellos logrará establecer su propia justicia, ignora y desecha la que Dios provee por el evangelio, la que Dios provee por la fe en Jesucristo.
Nuestro pasaje de las Escrituras, es claro en mostrar que la justicia que es por la ley mosaica, la justicia que pretende el judaísmo, promete vida por obediencia: “el hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas.” Pero el hombre bajo la ley de las ordenanzas y las ceremonias, bajo la pretensión de obtener por su propia obediencia una justicia legal, no hace otra cosa que confirmar su condenación, puesto que no hay mortal alguno que pueda satisfacer las altas e infranqueables exigencias de la ley mosaica, guardándose de todo pecado y ofensa contra Dios. A través de toda la historia de las relaciones del hombre con Dios, la obediencia siempre es el terreno de su fracaso; sobre todo, cuando procura obtener justicia o justificarse por ella. La justificación por obediencia legal es un imposible para el hombre pecador. El religioso pondrá pretenderla, pero jamás podrá alcanzarla.
En vivo contraste con todo lo anterior, la justifica que es por la fe, se funda en principios absolutamente distintos. El principio que la mueve y se la acredita es la fe en el Señor Jesucristo, sin más. Dios ha engrandecido tanto su gracia y amor para con el hombre pecador, que apela a su fe para imputarle su justicia y hacerle salvo sin más. Es la justicia de Dios que es por la fe; no por la incredulidad. La incredulidad es el gran abismo moral que separa al hombre de Dios, más la fe, trae su justicia y su salvación a plena disposición y alcance del pecador. El corazón del hombre podría ser incrédulo, y entonces cuestionar la gran verdad que Cristo ha consumado la redención y está glorificado en los cielos, sentado a la diestra de Dios; o el corazón podría ser incrédulo, y cuestionar la gran verdad de la resurrección del Señor Jesús, o desacreditar el magno hecho de que Dios ya le levantó de entre los muertos. La incredulidad niega estas cosas, pero la genuina fe no necesita que Cristo sea bajado de los cielos, para acreditar la consumación de su obra; ni necesita que suba nuevamente de los muertos, para acreditar su resurrección de entre ellos. No necesita de portentos ni de rimbombantes señales para los ojos, la fe es plenamente suficiente para acredita la persona del Señor Jesús y su preciosa obra redentora. Pero pese a toda la incredulidad que pueda haber en el mortal, la gracia de Dios ha sido tan grande para con el pecador, se ha hecho tan cercana e inmediata a él, se ha hecho tan plenamente accesible al mismo, se ha mostrado tan dispuesta a la más minúscula chispa de fe, que la salvación es asunto palpable y concreto. Lejos de ser un imposible, es materia plenamente accesible a la fe. Es el Dios que solo espera la más breve confesión de la boca y el atisbo más pequeño de fe en el corazón, para, en su gracia y amor tan grandes, salvar al pecador. Y en su perseverante propósito en ello, coloca y lleva tan cerca de la boca y del corazón del pecador la confesión y la fe que le hacen salvo. “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.” Las riquezas de la gracia de Dios están ahí, sin menguar, plenamente disponibles, esperando tal confesión y tal fe, esperando acreditarlas a todos los que invocan el nombre del Señor. “Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.”
¿Has creído en el Señor Jesucristo, te has hecho por la fe digno de la justicia de Dios? ¿Has sido salvo por invocar su divino Nombre? No importa quien seas ni dónde estés; no importa cuán altos escalones hayas logrado subir en la gran y encumbrada escalera de la vida social de este mundo; no importa cuantos éxitos coronen de laureles tu cabeza o cuántas derrotas te hallan hecho morder el polvo de la humillación; no importa si eres un jornalero o un potentado, un hombre joven o viejo; no importa tu nacionalidad ni tu origen; no importa tu riqueza ni tu pobreza; no importa si resides en una mansión o en una tapera; a la hora de la salvación, solo importa que la gracia de Dios dispone todas sus riquezas eternas para el que cree e invoca el nombre de Jesucristo. “Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10:12-13).
R. Guillen