“UN CUERPO”
FRENTE A LAS MUCHAS DENOMINACIONES Y DIVISIONES
Quizá la más triste de todas esas evidencias de apartamiento sea la multitud de sectas y divisiones. La clara enseñanza de la Escritura es que Dios aborrece las divisiones, porque los cismas y las herejías (formación de partidos) son una de las obras de la carne (Gálatas. 5:20). ¡Cuán grande es la contradicción a la voluntad del Señor toda esta presencia de numerosas sectas y divisiones en el testimonio cristiano! Mientras Él estaba en la tierra, oró que todos fuesen uno. Dijo: «Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por medio de la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan. 17:20-21). ¡Él estaba dispuesto a morir «para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos»! (Juan. 11:51-52). También dijo que después de morir buscaría recoger a Sus ovejas juntas en «un solo rebaño», para que tuviesen «un solo Pastor», Él mismo (Juan. 10:15-16). A pesar de los deseos del Señor acerca de Su pueblo de que expresasen una unidad cohesiva y práctica sobre la tierra, están todos esparcidos en diferentes sectas, cada una de ellas con sus creencias y prácticas peculiares. ¿Cómo puede esto recibir la aprobación del Señor?
En la primera aparición de división en la iglesia, el apóstol Pablo fue llevado por el Espíritu a escribir: «Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer. … cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo. ¿Acaso está dividido Cristo?» (1 Corintios. 1:10-13; 12:25). ¡Aquí, en el lenguaje más llano posible, Dios ruega a todos los creyentes, por la gloria del Nombre del Señor Jesús, que no haya divisiones! Sin embargo, cuando contemplamos el cuerpo cristiano profesante en la actualidad, ¡vemos que ha tenido lugar aquello que la Escritura reprende! ¡Cuántos miles de cristianos están diciendo: «Yo soy de Roma», «yo soy de Lutero» (luterano), «yo soy de Wesley» (metodista), «yo soy de Menno Simons» (menonita), etc.! Si al espíritu le contristaba oír a los cristianos decir «yo soy de Pablo» y «yo soy de Apolos», ¿acaso le agrada ahora al Espíritu oírles decir «yo soy de Lutero», «yo soy de Wesley», «yo soy anglicano», etc.? Si fue denunciado como carnalidad en aquellos tempranos días de la iglesia, ¿podría ahora designarse como espiritualidad? (1 Corintios. 3:1-5). Esas muchas denominaciones han desechado el orden divino para el gobierno de la iglesia y han establecido su propio gobierno, redondeado con sus propios credos y reglamentos eclesiales. Pero, con ello, han creado una triste división en la iglesia.
Preguntamos: «¿Habrá esas divisiones sectarias en el cielo?» Todos los cristianos están de acuerdo, unánimes, en que allá no existirán. Todos los cristianos allí estarán congregados alrededor del Señor Jesús con perfecta unidad. Entonces, ¿a qué se debe que los cristianos acceden a reunirse para el culto en la tierra en divisiones sectarias, cuando en el cielo no existe tal cosa? Recordemos que el Señor enseñó a los discípulos a orar: «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra» (Mateo. 6:10).
El apóstol Pablo dice que la primera responsabilidad que tenemos como cristianos andando «como es digno de la vocación con que fuisteis llamados» es que lo hagamos «solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz». Luego sigue explicando el por qué, al especificar que hay «un cuerpo» (Efesios. 4:1-4). Eso significa que como cristianos deberíamos tratar de expresar de una manera práctica la verdad de que somos un cuerpo. El mundo debería ver una unidad visible en la iglesia. En contraste con ello, lo que ven es el testimonio cristiano hecho mil pedazos. Oímos a los cristianos que hablan de las diferentes denominaciones como «su cuerpo» y «nuestro cuerpo», ¡como si hubiera muchos cuerpos!
Una ilustración empleada por Charles Stanley describe idóneamente la confusión que existe en el testimonio cristiano. Supongamos que el Gobierno de la Nación nombra a un capitán general para una de las regiones militares y que por un período determinado el ejército allí queda plenamente bajo su mando. El ejército allí podría ser designado de manera apropiada como «el ejército de la Nación». Pero si este ejército dejase a un lado al capitán general y designa a otro de su propia elección, o el ejército se divide en diversas facciones y cada facción designa a su propio comandante: aunque cada soldado siga siendo miembro de la Nación, ¿sería apropiado designar a este ejército dividido en facciones como «el ejército de la Nación»? Por su rebelión contra la autoridad del capitán general designado legítimamente por el gobierno de la Nación, ¿no estarían todas las facciones en condición de amotinadas? ¿No sería una deslealtad unirse a las filas de cualquiera de esas facciones amotinadas? Ahora bien, si aplicamos esto a la iglesia, podemos ver con facilidad que esto es precisamente lo que ha sucedido en la constitución de las iglesias denominacionales y no denominacionales. Durante un tiempo, la iglesia primitiva permaneció bajo la autoridad del Espíritu Santo enviado desde el cielo para gobernar a la iglesia, así como el ejército de la Nación reconoció por un tiempo la autoridad del capitán general designado legítimamente. Cuando se dio el apartamiento de la Palabra de Dios en la iglesia, entraron las divisiones; y se aplicaron medidas humanas para guiar a esas divisiones. Sin duda alguna, esos inventos humanos fueron introducidos con buenas intenciones, pero sin la autoridad de la Palabra de Dios. Al multiplicarse las sectas dentro del cuerpo profesante cristiano, se establecieron autoridades humanas (con sus credos y reglamentos eclesiásticos) dentro de las diversas denominaciones para dirigir los asuntos de las mismas. En la actualidad, todo eso ha crecido hasta formar un inmenso sistema, y muy poco de ello tiene fundamentación en la Palabra de Dios.
¿Podemos sorprendernos acaso de que los inconversos de este mundo contemplen la iglesia y sacudan la cabeza? Si se les pregunta por qué no creen el evangelio, a menudo señalan el estado de confusión y división de la cristiandad con todas sus voces en conflicto como su excusa para rechazar a Cristo. ¡Qué triste testimonio hemos dado ante este mundo! Desde luego, deberíamos inclinar las cabezas y confesar al Señor que hemos pecado, igual que en la antigüedad Daniel reconoció que tenía parte en la ruina y en el fracaso del testimonio de Israel (Daniel. 9:1-19; Ezequías. 9:1-15; Nehemías. 9:4-38).
B. Anstey