MATRIMONIO
CONSIDERACIONES SOBRE SU NATURALEZA
Génesis 2:18-24; Mateo 19:3-9
Muchas son las cuestiones que, de acuerdo a las Santas Escrituras, podemos considerar en cuanto al tema del matrimonio; pero en este escrito, solo nos limitaremos a tratar la naturaleza misma de la institución tal como Dios la estableció. Y ello, con el propósito de despojarla de la mucha añadidura y falsedad que la religión se ha empeñado en introducir en su seno, las costumbres han edificado sobre su base, y la innovación se ha obstinado en rodearla hasta casi asfixiarla, desnaturalizándola y llevándola a un terreno totalmente extraño y artificial a su propia naturaleza. Y al respecto decimos que la religión, con todo su ritualismo, dogmatismo, clericalismo y superstición, ha tomado la institución marital para usurarla como algo que le es propio, cuando jamás se le dio, ni le fue (1) confiada, y menos aún le pertenece. La religión, a través de todo
(1). Nos referimos aquí a la religión como todo sistema más o menos organizado de culto, ritual, ordenanzas, dogma, tradición y jerarquía de ministros, que el hombre establece y desarrolla a través del tiempo atribuyéndole legitimidad y origen divino, cuando en verdad es una gran construcción humana que tomando diversos elementos de moralidad, de cultos paganos y del antiguo ritual judío, resulta en una mixtura que da sostén a todo ese sistema, el cual ha sido levantado con la excusa de honrar a Dios y administrar sus intereses, cuando en realidad esconde el inicuo propósito de dar gloria al perverso hombre en Adán en su forma religiosa.
su inicuo desarrollo, no ha hecho otra cosa que apoderarse ilegítimamente de muchas instituciones que no le pertenecen, usurpándola para ejercer sobre ellas un dominio tirano, y a la vez, operar por medio de ellas un perverso control sobre la conciencia y los afectos del hombre, de modo que en definitiva todo venga a alimentar la inicua gloria del sistema de dogma y ritual establecido, de sus ministros y aun de los feligreses que supuestamente se benefician de ella. En definitiva, veremos en las manos de la religión, muchos eventos y elementos que no le pertenecen ni le han sido dados, sobre los que declara su mentirosa titularidad y ejerce su inicua potestad, y por medio de los cuales alimenta la construcción y perpetuación de todo ese sistema ceremonial que trae gloria al hombre en Adán, ya sea este hombre el ministro religioso o el feligrés. Así, Ud. verá cómo la religión se ha atribuido la descarada potestad de perdonar pecados, de salvar almas, de manejar la entrada al cielo y al infierno, de otorgar supuestas gracias, de ocuparse de los muertos y de su destino eterno, y hasta de designar hombres como representantes divinos en la tierra. Y justamente procuraremos demostrar en este breve escrito y de acuerdo a la Palabra de Dios, cómo la institución marital también ha sido usurpada por la religión, sin que a ella jamás se le haya confiado. La religión, ha venido a ejercer sobre esta institución un perverso dominio, reduciéndole al nivel del rito, del sacramento, de la fórmula religiosa; a la vez que coloca sobre ella a un clérigo o ministro con el que se pretende legitimarla de parte de Dios, y todo para desplegar un suntuoso culto que no hace otra cosa que dar motivo de gloria al perverso hombre en Adán. Así, entonces, viene a ejercer esa tirana y poderosa influencia sobre las conciencias y los afectos, que engendra una notable esclavitud moral al rito y al sistema en su conjunto, de modo que prácticamente hoy no se puede pensar en el matrimonio sin que ello vaya acompañado de la idea de un más o menos imponente ceremonial religioso. Insistimos entonces, que la religión pretende dar un sello de legitimidad y autoridad sobre aquello que jamás, ni de ninguna manera, se le confió, ni se le dio, ni se le puso en sus manos para que lo administre.
Tratemos de explicar todo lo que hemos afirmado arriba yendo a las mismas Escrituras. Pero antes digamos que hay tres principios divinos de gran importancia, a los que debemos apelar cada vez que deseamos entender algún aspecto, asunto, o institución divina plasmada en la Palabra de Dios. En primer lugar es necesario recurrir al origen mismo de la cuestión, y analizar los motivos que le dieron existencia; en segundo lugar, hemos de considerar su desarrollo a través de todas las Escrituras y circunstancias en que aparece; y en un tercer orden, es indispensable ponderar el lugar que la verdad comprometida recibe en las enseñanzas del Señor Jesucristo y la doctrina apostólica. Estos tres principios generalmente traen gran luz sobre todo asunto, poniendo tanto en evidencia la verdad como toda la falsedad que pudiese rodear a la cuestión. Y hecha esta aclaración, entonces vamos a nuestro análisis, por el cual trataremos de demostrar que la institución marital, jamás fue, según las Escrituras, algo confiado, ni ligado, ni puesto en manos de la religión o de un ministro religioso; y aún menos se estableció un determinado rito o ceremonial en relación a ella, sea que busquemos esto en la antigüedad o en el tiempo apostólico.
Cuando vamos a las Escrituras y escrutamos sobre el origen mismo de la institución (Génesis 2:18-24), la sola lectura nos otorga importante luz en el asunto. “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él... Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne”. Es interesante entonces observar, que la institución no nace como una forma de culto o acercamiento a Dios, sino íntimamente ligada la creación, y en especial a la necesidad del varón, para el cual no se halló ayuda idónea entre todas las criaturas. La necesidad de compañía y de una ayuda favorable para su vida y andar terreno, movió a Dios para que le hiciese una mujer. Como de entre todos los géneros de animales que Adán tuvo ante sí,“no se halló ayuda idónea para él” (v. 20), Dios entonces forma a la mujer y la trae al hombre (v. 22); y Adán la recibe. Y con ello, Adán da su plena sanción y conformidad a esa mujer dada, así como a la institución a la que se acaba de dar origen (v. 23-24). El hombre recibe entonces como tal, lo que Dios instituye. Nótese entonces los fundamentos mismos de la institución. Ella aparece ligada a la creación y no al ritual, aparece ligada a la necesidad del varón y no como un ceremonial en manos de un ministro religioso. Adán recibe la mujer que Dios le trae, y con ello queda en las manos del hombre mismo la administración de la institución. En su naturaleza, la institución es algo esencialmente civil, social, humano; esa es su dimensión en cuanto a su establecimiento y origen. Y nos llamará la atención que a través de todas las Escrituras, jamás la institución es quitada de este ámbito para ser llevada a otro, para ser puesta en el rito y menos aun en la administración de un sacerdote o clérigo cualquiera.
En el tiempo patriarcal, Ud. podrá observar cómo la esposa era sencillamente tomada como tal, y ello con su correspondiente sanción social, pero jamás se leerá de un ceremonial ni la participación de un ministro religioso que consume la unión. Podrá leer que Isaac “tomó a Rebeca por mujer” sin más (Génesis 24:67), sin rito y sin ministro religioso. Con todo, es importante notar que su esposa es reconocida como tal por toda su familia, y por todo el ámbito social que rodea a la nueva pareja. La cuestión es en verdad esencialmente social y civil. El hombre, como tal, recibe la institución de Dios, y Dios mismo jamás la entregó en manos de la religión y sus ministros. Entendemos que desde que el gobierno humano se establece en la tierra, y Dios deja en el hombre la potestad de gobernar al hombre (Génesis 9), toda institución civil relativa al hombre queda bajo la responsabilidad legal y administrativa del gobernante. Esto pone, tácita pero necesariamente, el matrimonio en manos del gobierno del hombre y sus leyes temporales, siendo siempre el ámbito civil y social su propia esfera, pues su naturaleza misma pertenece a esta esfera y no otra. A la vez, esto no altera la idea, concepto y convicción que un creyente debe tener sobre el matrimonio de acuerdo a Dios lo instituyó desde un principio. Ni tampoco anula la actitud de la conciencia y el corazón de un hombre de fe, que lleva el asunto del matrimonio a la presencia del Señor.
Alguien objetará e insistirá que la unión conyugal es algo que la religión debe administrar, y que requiere de la participación necesaria de un ministro religioso. Esto es lo que impera en los pensamientos del hombre religioso, de la tradición y de las costumbres, pero no en la Palabra de Dios. Nótese que aún en un sistema extremadamente ritual como lo fue la ley mosaica, jamás se instituyó un ceremonial para el matrimonio ni se requirió de la intervención del sacerdocio aarónico para consumar la unión. Esto sí que verdaderamente llama la atención. El judaísmo es en verdad la única religión divinamente establecida, y en ella podemos apreciar la minuciosidad extrema del ritual en todos sus pasos y desarrollo, y en una amplia gama de cosas; y también podemos apreciar cómo la presencia de la clase sacerdotal iba estrechamente unida a todo ese ritual. Bajo la ley, el hombre debía ocuparse del ceremonial de cosas tan minuciosas como la purificación de un elemento doméstico, de una prenda de vestir, de una herramienta de cuero, etc.; y sin embargo, cuando llegamos al terreno del matrimonio, nos asombra observar la ausencia absoluta de toda indicación de un ritual que lo consume, y la absoluta ausencia del sacerdote para que lo presida. La ley podrá considerar la necesidad de resolver asuntos como el repudio, castigar con la pena capital al adúltero, prohibir el incesto (Deuteronomio 22:13-30; 24:1-4), establecer la purificación para una virgen gentil antes de ser tomada por mujer (Deuteronomio 21:10-14), reglar la herencia en un matrimonio poligámico (Deuteronomio 21:15-17), pero jamás instituirá un ceremonial presidido por un ministro que consume la unión marital. ¿Dónde está el rito o la ceremonia? ¿Dónde está el ministro religioso? ¡En ninguna parte! Nótese que, en materia del matrimonio, todas las religiones han desarrollado sus ritos y han hecho imprescindible la presencia de un ministro o jerarquía religiosa, pero la religión venida de Dios (el judaísmo) jamás instituyó tal cosa, aun cuando fue ritualista en extremo. En verdad, la institución que nos ocupa, está por sobre la religión y en un terreno distinto al de ella.
Pasemos ahora al terreno cristiano. El Señor, lejos de instituir un rito y establecer un ministro que consume la unión, volvió al principio y confirmó lo que era desde el principio. Es decir, regresó al nacimiento mismo de la institución tal como fue dada, para confirmarla en su propio lugar. Notemos. Los fariseos le preguntaron: “¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa? Él, respondiendo, les dijo: ¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre. Le dijeron: ¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla? Él les dijo: Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así. Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera” (Mateo 19:3-9). Advirtamos que el Señor regresa a la institución tal como fue dada y establecida en su origen, dejando a un lado lo que era por la ley mosaica. Entonces comprobamos que ni la ley ni el Señor añaden un rito, ceremonia y menos aún establecen un ministro o clero que dirija o presida una ceremonia.
El Señor dio su sanción plena al matrimonio cuando estuvo en las bodas de Caná (Juan 2:1-11), haciendo bendito, con su presencia, aquel gozo. Él convirtió el agua en vino pero no presidió la unión y menos desplegó un rito en ella. Es notable el silencio de las Escrituras en este respecto, cuando la misma persona del Señor estaba allí.
Por donde quiera que se busque, las Escrituras jamás llevan la institución que nos ocupa al terreno del ceremonial religioso ni a la intervención de un ministro o clero que establezca la unión marital. Si se quiere, váyase al Salmo 45, que incluye un cántico de bodas reales, que proféticamente habla de la futura unión del Cristo con la Jerusalén restaurada. Allí podremos ver usanzas de la época, como acompañamiento de cortejos de vírgenes, finas vestiduras y presentes, pero no se leerá de ritual ni ministro que lo presida. Si se quiere, mírese el libro del Cantar de los Cantares, y entonces encontrará cortejo de desposorio (3:6-11), mil ensueños amorosos, pero jamás la institución será puesta a los pies de la religión o en manos de un sacerdote o religioso cualquiera. Aun tome la parábola de las diez vírgenes que debían salir a recibir al esposo (Mateo 25:1-12), y notará que el principio permanece inalterable. Váyase si se desea a la Primera Carta de Pablo a los Corintios en su capítulo siete, en donde el apóstol trata con amplitud muchos aspectos del asunto civil y social del creyente, y del matrimonio, e invariablemente observará la ausencia de todo rito y ministro que consume promesa de esponsales. Aún más, le dejamos en la entera libertad de escudriñar el bendito libro de Dios de tapa a tapa, y llegará a la conclusión que la institución marital está despojada de todo ceremonial religioso e intervención de un ministro religioso, y que jamás fue confiada ni a una religión ni a un clérigo cualquiera. Nos asombrará entonces considerar que toda religión en todo tiempo ha desarrollado sus puntillosas ceremonias y designado a sus ministros en esta materia, y ello ejerciendo un poderoso dominio en las conciencias y en los afectos, pero todo esto no constituye ningún aval de nada, más bien es el espíritu mundano y religioso obrando en negación a la verdad bíblica. En verdad, la institución tiene su origen en Dios, tal como lo hemos visto, mas ha sido confiada al hombre y a la administración del hombre. Es cosa esencialmente civil y social, y reconocemos plenamente la legitimidad del gobernante administrándola por las leyes y normas de cada país, mas desconocemos toda parte que la religión pretenda sobre ella. Con todo, confirmamos la fe del creyente en la institución tal como ha sido dada en un principio y es confirmada por el Señor. Pero insistimos al llegar aquí, que el matrimonio es una institución esencialmente civil y no religiosa. No hay ningún ministro religioso ni religión alguna que tenga potestad de establecer la unión. La unión surge esencialmente de la decisión de los cónyuges y la legislación del gobierno terrenal. El creyente, lógicamente, buscará la guía del Señor en el asunto, pero esto hace a su fe personal y no a la naturaleza misma de la institución. Volvemos entonces al inicio para decir que, en materia del matrimonio, la religión ha usurpado lo que no le pertenece ni jamás se le confió. Y lo hace con el deliberado propósito de enaltecer el corrupto hombre adámico en su forma religiosa. Mire Ud. unas bodas como las que se suelen ver en nuestros días. Entonces observará una inmensa basílica dispuesta con lujosos arreglos, una alfombra roja que hace de sendero, un imponente coro con cánticos, un órgano con profundos y solemnes acordes, un religioso de largas y llamativas vestiduras, un ceremonial rimbombante y espectacular, fórmulas pronunciadas con suma elocuencia; en fin, todo un ritual pomposo y deslumbrante que da tanta gloria a los esposos y familiares de éstos, como al ministro religioso que representa todo un sistema de más o menos importante grandeza. Y si bien sabemos que nada de esto asegura la felicidad y estabilidad de una unión marital, además es verdaderamente la desnaturalización de la institución. Ningún sacerdote, pastor ni clérigo puede casar a nadie pues jamás se le ha divinamente confiado eso, ni jamás se estableció en las Escrituras un rito matrimonial. Todo este aparato ritualista no es más que la artificial invención del hombre religioso, y de su orgulloso corazón buscando notoriedad y grandeza a través de cosas que no le pertenecen.
Al llegar aquí, es necesario aclarar algo. Si bien de acuerdo a las Escrituras no hay ninguna religión ni ministro que pueda casar a alguien, no tenemos nada contra una reunión en donde un grupo de creyentes se congregue en agradecimiento, oración y meditación de la Palabra de Dios en relación a un matrimonio en la fe de Cristo. Creemos que el asunto es totalmente lícito, pero no es tal reunión, ni la lectura misma de la Palabra, ni la intervención de un predicador, lo que consuma la unión. Es sobre la base que unos creyentes van a contraer o han contraído matrimonio en su debido terreno (civil), que los hermanos pueden reunirse para agradecer, orar a favor de la pareja, y meditar las Escrituras en relación a ello.
Por la poderosa influencia de la cultura en que vivimos, ha entrado tan profundamente en la conciencia, en los afectos y en los hábitos de la mayoría de las personas la idea de que el matrimonio es una institución religiosa, que lo que aquí vertimos puede sonar a algunos oídos como profanación, mundanización o secularización de esta institución divina, pero en verdad no hemos hecho otra cosa que ubicarla en su propio terreno: el civil; a la vez que hemos intentado quitarla de aquel al que no pertenece: la religión. También aclaramos que no estamos propiciando de ninguna manera uniones informales; por el contrario, confirmamos toda la formalidad de las leyes civiles vigentes en un determinado lugar, y la verdad de las Escrituras en cuanto al matrimonio. Defendemos hasta donde sea posible la unidad marital y su persistencia, y la unión monogámica, cosas que quedan bien claras en los textos bíblicos citados. Además, desde la óptica del creyente, nos pronunciamos de la manera más decidida que la unión ha de ser en el Señor (1Corintios 7:39; 2Corintios 6:14-15); y de ninguna manera queremos quitar un solo centímetro al amplio lugar que la fe de todo hombre piadoso debe tener en el asunto, pues solo queremos poner en su lugar y propio terreno la institución que nos ocupa. El hecho de que la misma no sea para nada algo de la religión, no quiere decir que excluyamos la fe ni que deba obviarse toda la formalidad legal que las legislaciones vigentes de un lugar imponen. “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1).
Confesamos que nos da tristeza observar hermanos que, si bien tienen en claro que no hay rito ni jerarquía eclesiástica que consume la unión marital, no se han desprendido totalmente de la influencia tradicional y cultural que ha impuesto la religión, y entonces crean una atmósfera que imita el ceremonial religioso, para que de alguna manera dé una supuesta sanción de “legitimidad” a la unión. Pero esto es lo propio de conciencias no liberadas de la superstición litúrgica y de los prejuicios de las tradiciones de los hombres. Y en algunos casos, la imitación llega tan lejos como que alguien, a la manera de ministro, es colocado para presidir la unión y pregunta a los esponsales si uno acepta al otro por esposo; y hasta en ocasiones se procura “sellar” la unión con una declaración o fórmula (seguramente bien intencionada) que carece de todo valor. Dejemos que todo eso lo haga el agente del Registro Civil o el funcionario del gobierno que tiene a su cargo el asunto, pero jamás confiémoslo a un hermano. Podemos juntarnos los creyentes para compartir el gozo de los esposos, entonar himnos, leer las Santas Escrituras, participar de una comida de comunión, pero para nada necesitamos “extraer copia” de un ritual ni dar apariencia de una ceremonia formal presidida por un ministro, en el intento de procurar dar legitimidad a algo que ya lo tiene en su propia esfera civil. En definitiva, ceder en el asunto para dejar lo que la institución es por naturaleza, es acomodarnos al espíritu religioso del mundo, y es complacer el prejuicio religioso que nuestro pérfido hombre en Adán pueda conservar; y ello, generalmente, con el propósito de autocomplacerse y darse pompa y gloria.
“¿Para qué a mí este incienso de Sabá, y la buena caña olorosa de tierra lejana?”(Jeremías 6:20).
R. Guillen